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PORTADA / ANSELM KIEFER, SIN TÍTULO (PARSIFAL), 1987. © ANSELM KIEFER |
El poder de decir No / Frente a la nueva ecuación imperial, en Francia, en Europa y en el mundo tenemos la opción de escribir otra historia. / Una pieza de doctrina de Dominique de Villepin. / Piezas de doctrinas Europa frente a Trump: ¿qué hay que hacer?
Dominique de Villepin
7 de abril de 2025
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DOMINIQUE DE VILLEPIN À PARIS, LE 4 AVRIL 2025. PHOTOJOEL SAGET |
Vivimos una época crucial, atravesada por profundas fracturas que aún nos cuesta nombrar. El mundo se tambalea bajo el peso de sus propios excesos: sobreexplotación de recursos, desregulación climática, inestabilidad geopolítica, fatiga democrática, pérdida del sentido colectivo. A lo que nos enfrentamos no es una simple crisis, es una mutación histórica, un cambio de época. Estamos atrapados en una aceleración prodigiosa de la historia, como un tren descarrilado, lanzado a toda velocidad, del que los pasajeros ya no pueden bajar. 1979: la irrupción del islamismo radical en la escena mundial y las revoluciones conservadoras anglosajonas. 1989: la recomposición del poder con, por un lado, la caída del muro de Berlín y, por otro, los acontecimientos de Tiananmen. La secuencia de 2001 con la guerra contra el terrorismo y la desmesura de las intervenciones occidentales. 2008: la sacudida del orden económico y financiero de la posguerra, seguida de convulsiones cada vez más frecuentes: la crisis de la deuda soberana, los primaveras árabes, la crisis migratoria, la guerra comercial, sin contar la multiplicación de Estados en quiebra y la extensión de las crisis regionales.
Este texto nace de una necesidad: la de comprender este vuelco, descifrar las fuerzas en juego, cuestionar las lógicas que rediseñan nuestro futuro sin siempre decir su nombre. Nace de una intuición: el trumpismo no es la enfermedad del mundo, es su síntoma. Y la excesiva atención que reclama y recibe nos aparta de nuestros males esenciales. La idea de progreso se desmorona, las promesas de la modernidad se desvanecen y el orden internacional surgido de las revoluciones democráticas parece perder el rumbo. Frente a los vértigos de la historia, nos queda una herramienta fundamental: nuestro espíritu de resistencia y la fuerza de la negativa. Este poder inalterable de decir “no”, no por repliegue o nostalgia, sino para ser fieles a nosotros mismos y reabrir el campo de lo posible. Pero para ello, debemos dotarnos, metódica y progresivamente, de los medios para decir no.
En todas partes resurgen formas imperiales —políticas, económicas, tecnológicas, culturales— en un mundo entregado a la competencia brutal de las potencias. Frente a esta recomposición global, debemos plantear una nueva ecuación: ya no la del ilimitado prometeico, sino la de los límites compartidos; ya no la de la dominación, sino la de la convivencia. Este texto explora las lógicas del agotamiento, las derivas autoritarias, las fracturas sociales, pero también las posibles vías de un resurgimiento europeo y republicano, en fidelidad al ideal de emancipación, a la promesa democrática, a la dignidad humana, para recuperar el valor de inventar una República de los vivos.
Porque la historia no está escrita de antemano. Tenemos el poder de decir no al agotamiento del planeta, al regreso de la lógica imperial, a esta edad de hierro en la que la guerra vuelve a ser un método habitual, al aumento del autoritarismo, a la resignación democrática. No a la fragmentación identitaria, al repliegue sobre uno mismo, a la pérdida de sentido, a la desaparición de lo común.
El trumpismo no es la enfermedad del mundo, es su síntoma.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
El agotamiento del mundo prometeico
Prometeo está agotado. Esto es lo que debemos reconocer sin rodeos, con la seriedad que se impone. Nuestro mundo, ebrio de poder, se tambalea ahora al borde de sus propias limitaciones. El suelo se nos escapa bajo los pies y el horizonte se oscurece. Mi tesis es simple: las transformaciones políticas actuales y futuras del mundo tienen su origen en un fenómeno único, el agotamiento del modelo de desarrollo de la modernidad, basado en la explotación intensiva de los recursos naturales, en la intensificación continua del comercio mundial, en la expansión del ámbito comercial en nuestras vidas, en la centralidad del poder militar para garantizar el orden y en la ilusión de rivalizar con los dioses. Cinco agotamientos que son uno solo.
El agotamiento de los recursos planetarios ya no es un espectro lejano, sino una realidad concreta, pesada, palpable. Ya no se trata de profecías alarmistas, sino de un presente que se tambalea, de un futuro que se retrae. A medida que sube el nivel del mar y se colapsan los ecosistemas, nuestro modelo de desarrollo se revela como lo que es: insostenible, insaciable, inadecuado.
Uno tras otro, estamos cruzando los umbrales del calentamiento, como si cruzáramos líneas rojas en un conflicto que ya no podemos controlar. El de 1,5 grados centígrados, presentado durante mucho tiempo como un límite que no debe superarse, está a punto de serlo, arrastrado por un crecimiento cada vez más voraz, por un consumo mundial que se ha vuelto ciego a sus propios estragos. El presupuesto de carbono para mantenerlo se reduce a la mitad, menos de siete años de emisiones, y las promesas de los Estados ya se desvanecen en la sombra de las renuncias. Los Acuerdos de París no son más que juramentos olvidados o traicionados. Y ahora se acepta la idea de una superación temporal, como si se pudiera jugar con la química de la atmósfera y la mecánica de la vida tan fácilmente como se hace malabarismo con cifras en un cuadro de expertos.
Pero esta superación es una quimera. Se nos habla de compensaciones, de plantación de árboles, de tecnologías de captura de carbono, mientras proliferan los fraudes, los dispositivos experimentales siguen siendo incipientes y los bosques se queman más rápido de lo que se plantan. El climatoescepticismo ha dado paso al climato-desaliento, ese mal que se arrastra y socava la voluntad, mina los compromisos y desarma a los pueblos. Se cuela por todas partes, en los discursos, en las urnas, en los hogares. Se convierte en fatalismo, resignación, cinismo.
Nos amenaza una renuncia mundial, un colapso de la diplomacia climática, ese frágil edificio de promesas y responsabilidades compartidas. Mientras se suceden las conferencias, la alerta lanzada por Jacques Chirac resuena como un trágico eco: «nuestra casa está ardiendo y miramos hacia otro lado». Más aún, este derrotismo es una fractura. Divide al Norte global y al Sur global, incapaces de ponerse de acuerdo sobre la justicia climática, sobre un reparto equitativo de la carga. Y cuando la responsabilidad colectiva se convierte en una carga individual, prolifera el egoísmo. Cada uno acusa, celoso, se repliega. Ya no es una solidaridad de lo vivo, sino una competencia de supervivencia.
Lo que tocamos con nuestros dedos es la escasez del mundo, la estrechez de nuestro planeta. La competencia vuelve con fuerza, feroz, por los recursos minerales. Se está instalando una nueva geopolítica de las materias primas, brutal e inestable. El níquel de Indonesia, el coltán del Congo, el cobre de Chile: tantos nuevos El Dorados en torno a los cuales se agudiza el apetito y cristalizan las tensiones. La isla de Sulawesi, Kivu, las mesetas andinas se convierten en los nuevos cruces de caminos del mundo, ya no para el intercambio, sino para la conquista. Tres cuartas partes de la transformación del litio se concentran en China. Y mientras tanto, seguimos persiguiendo los espejismos fósiles de la anterior revolución industrial. El petróleo y el gas natural, los viejos dioses del progreso, siguen reinando, empujando cada vez más lejos los límites de lo extraíble, incluso a costa de lo irreversible. La región ártica está desangrada, el Orinoco está fracturado, y todo esto precipita un «pico petrolero» que crea nuevos choques sin que el mundo haya logrado desintoxicarse.
Ante los vértigos de la historia, nos queda una palanca fundamental: nuestro espíritu de resistencia y la fuerza de la negativa. Este poder inalterable de decir “no”.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Los suelos se empobrecen, los fertilizantes químicos amenazan con agotarse, los campos se rebelan contra el productivismo. ¿Cómo alimentar a diez mil millones de seres humanos en un mundo que devora sus propias bases? El vientre de la Tierra no es un pozo sin fondo, y las reservas subterráneas de fósforo, indispensables para la agricultura, podrían agotarse en los próximos 50 a 100 años.
Pero el agotamiento no es solo el de los recursos naturales. También es el de un modelo: el de la propia globalización, que ha contribuido a sacar a cientos de millones de personas de la pobreza extrema, especialmente en Asia. Al principio, se creía en un equilibrio casi alquímico: aquí, precios bajos; allí, nuevos empleos. El Norte consumía, el Sur producía, y todos parecían encontrar su cuenta. Pero este frágil pacto se rompió. El Norte se descubrió dependiente, desindustrializado, privado de su soberanía económica, cuestionado en su consumo por la emergencia de nuevas clases medias globales; el Sur, aunque accedió a nuevos ingresos, vio a menudo confiscados los frutos de su crecimiento. Lo que prometía prosperidad compartida se ha convertido en una fractura planetaria. Los beneficios se han concentrado en manos de una élite globalizada y metropolitana. Los márgenes se han convertido en privilegios, los beneficios en rentas. El resentimiento ha aumentado. En Occidente, el populismo se alimenta de la ira de aquellos que han visto cómo se evaporaban su trabajo, su dignidad y su esperanza. En los países emergentes, las desigualdades se acentúan, las ciudades tentaculares se extienden en un creciente frenesí. Este reflujo de la promesa globalista también se manifiesta en un giro tangible: el aumento del proteccionismo y la fragmentación de las cadenas de intercambio. En los últimos años, las grandes potencias, bajo el impulso de Estados Unidos a partir de 2016, y en reacción, Europa y China, están levantando sus barreras arancelarias, invocando la soberanía económica, la seguridad o la justicia comercial. El comercio mundial, que antes era un símbolo de integración, se convierte en un escenario de rivalidades: proliferan los impuestos punitivos sobre los vehículos eléctricos, las restricciones sobre los semiconductores y las sanciones cruzadas. La globalización, que durante mucho tiempo se ha promovido como un horizonte inevitable, se fractura en bloques regionales, cadenas acortadas y flujos reconfigurados entre aliados circunstanciales. Es una nueva era del «sálvese quien pueda», donde la cooperación da paso a la sospecha.
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ANSELM KIEFER, « NOTHUNG », 1973. © ANSELM KIEFER |
Y en la cima, una minoría de actores económicos y políticos concentra una parte cada vez mayor de la riqueza, moldea las reglas del comercio mundial y dicta los relatos. La brecha entre el 1 % y el resto de la humanidad se amplía cada día más, de manera incontenible e insoportable. La globalización no es una conspiración, es una mecánica implacable. Se impone el mundo del sálvese quien pueda, un mundo de suma cero, donde las ganancias de unos se convierten en pérdidas de otros. Un mundo sin horizonte común.
En este mundo, el agotamiento está en todas partes. Está en el aire que respiramos, en la tierra que pisamos, en las miradas que cruzamos. Es el de un Prometeo encadenado ya no por los dioses, sino por sus propias obras.
Desde principios de siglo, la potencia militar, esa fuerza que durante un tiempo se creyó capaz de todo, también se ha topado con sus propios límites. Vivimos la amarga paradoja de una época en la que la impotencia nace del propio exceso de poder. El colapso de la URSS había dejado a Estados Unidos como único amo de un orden mundial en recomposición. La dominación militar que ejercían entonces, apoyada por sus aliados, no tenía equivalente en la historia conocida: dos tercios, a veces tres cuartos de las capacidades globales estaban concentradas en unas pocas manos. Y esta dominación se justificaba con una promesa, la de un orden liberal pacificado, regulado por el derecho internacional y defendido por la fuerza.
Al principio, se creyó en un equilibrio casi alquímico: aquí, precios bajos; allí, nuevos empleos. El Norte consumía, el Sur producía, y cada uno parecía encontrar su cuenta. Este frágil pacto se rompió.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
La Guerra del Golfo, en 1991, se presentó como el ejemplo más claro de esta lógica: una guerra justa, breve y legítima. Pero si la intervención militar logró sus objetivos inmediatos, a falta de una solución política, dejó en su lugar un régimen debilitado y autoritario, alimentado por frustraciones y humillaciones que contribuirían, una década más tarde, a nuevas inestabilidades regionales. Luego vinieron otras intervenciones, a menudo con un pretexto humanitario, siempre impulsadas por la certeza de que la fuerza podía estabilizar, pacificar y reconciliar. Pero, en retrospectiva, ¿qué queda de esas ilusiones? Afganistán, veinte años de esfuerzos, miles de muertos, para que los talibanes regresen bajo las cámaras de todo el mundo, un regreso que fue posible gracias al acuerdo firmado en Doha en 2020 entre Estados Unidos y los talibanes, negociado bajo la presidencia de Donald Trump, en una lógica de retirada rápida que presentó como el arte del deal, pero que sobre todo puso de manifiesto el fracaso de una estrategia sin visión política a largo plazo. Irak, entregado a las milicias y facciones, se ha convertido en un foco de terrorismo que se pretendía erradicar. Libia, transformada en el teatro de sombras de un interminable conflicto civil. Y, por último, el Sahel, donde Francia se ve obligada no solo a marcharse, sino a constatar la pérdida de su influencia, desde Libia hasta Senegal y desde Mali hasta Chad, ante la indiferencia mezclada con resentimiento de los pueblos a los que creía venir a ayudar.
Siempre la misma tentación: la del atajo estratégico. Ya que tenemos la fuerza, pensábamos, ¿por qué molestarnos con la lentitud del diálogo, las incertidumbres de la diplomacia, los meandros del compromiso? Conozco estos argumentos: me los han opuesto sin descanso desde 2002, frente a la voluntad de Estados Unidos de ir a la guerra en Irak hasta las expediciones militares occidentales contra el terrorismo y por los derechos humanos, en el Sahel, bajo la égida francesa, pasando por Libia en 2011. Pero esta fuerza, sin visión ni paciencia, se ha vuelto siempre contra sus portadores. Ha atrapado a las potencias en una espiral infernal. La lógica de la escalada ha dado paso a la del repliegue, a menudo precipitado, siempre humillante. La historia se repite, y es el mismo dilema que en Vietnam o en Argelia en su día: irse o atascarse. La imagen de la caótica toma de Kabul por parte de los talibanes en agosto de 2021 fue un eco chirriante de la caída de Saigón en abril de 1975.
Pero, al igual que el agotamiento de la fuerza, nos asedia el agotamiento de la lógica mercantil. El mundo contemporáneo se ha convertido en cifras, procedimientos y equivalentes monetarios. Se ha vuelto abstracto. Convertido en conquistador, el capitalismo ha querido hacer de cada cosa, de cada gesto, un valor medible. No se ha conformado con alienar a los que producen: también ha desposeído a los que consumen. El hombre contemporáneo, lejos de ser liberado, se ha convertido en el producto de un mercado sin fin, donde sus deseos están formateados, sus necesidades inducidas, su singularidad diluida. Hoy en día, este proceso está cerca de su culminación. Ya no le quedan muchas conquistas nuevas posibles.
Todo está en venta, todo está monetizado: el cuidado, el ocio, la relación, incluso la intimidad. La pareja se convierte en un producto, la amistad en un servicio, la alegría en una actuación. La vida se convierte en una mercancía, vaciada de su misterio, privada de su lentitud. El tejido simbólico que unía a las generaciones, las comunidades y los lenguajes se desintegra. La existencia se aplana. Y en esta aplanación se siente el eco profético de Walter Benjamin: lo que perdemos no es solo contenido, sino presencia. El aura. Esa luz silenciosa que hace de cada vida una obra de arte.
Este proceso se duplica con otra alienación, aún más insidiosa: la de la burocratización. A medida que crece la complejidad del mundo, se multiplican las reglas, se superponen las normas, se acumulan los procedimientos. La burocracia es la forma social de la racionalidad, ya explicaba Max Weber. Ya no se trata solo del Estado o de las instituciones públicas. Los bancos, las plataformas y las grandes empresas participan igualmente en este mecanismo. Los propios individuos también contribuyen: recordemos el delirio del formulario de autorización de salida durante la Covid, que convirtió a cada francés en el burócrata puntilloso de su propia vigilancia. Todo está codificado, estandarizado, regulado, hasta la asfixia. Lo cultural implícito, lo social no dicho, esa sutil respiración del vínculo humano, desaparece bajo el peso de lo normativo explícito.
Los individuos, en busca de protección y equidad, acaban reclamando estas redes administrativas. Pero al obtenerlas, sacrifican algo más esencial: la libertad, la responsabilidad, la capacidad de dar sentido. La existencia se reduce a un ajuste constante, a una conformidad sin espesor. Y el hombre se encuentra frente a un mundo que ya no comprende, pero que lo mide sin cesar.
Finalmente, he aquí el último avatar de este agotamiento, el imperio de los datos o la «dataización» del mundo. Esta palabra bárbara esconde una realidad temible. Creíamos que la revolución digital abriría una nueva era de conocimiento, comunicación y emancipación. Pero a medida que nuestros gestos, palabras e incluso emociones se convierten en datos, y el corazón palpitante de los algoritmos nos transforma en productos de esta nueva economía digital, hemos cambiado la libertad por la conveniencia. Nuestros relojes nos vigilan, la vigilancia tecnológica nos rodea, los algoritmos nos analizan. Las plataformas nos gobiernan y se instala un nuevo feudalismo. Cada necesidad satisfecha es una información extraída, cada deseo anticipado es una profecía autocumplida. Todos nuestros gestos se transforman en datos, incluso nuestros pensamientos se dejan adelantar. Todo se convierte en predicción, todo se convierte en producto. Ya no es solo el mundo el que se cifra, es nuestra humanidad la que se calcula. Y pronto, no solo se representarán nuestras acciones, sino que se simularán, reproducirán y reducirán nuestras vidas enteras, traduciendo incluso todo nuestro ser a una línea de código.
Lo vivo, en su singularidad, fragilidad y también grandeza, corre el riesgo de disolverse lenta e insidiosamente, porque este mundo ya no nos ofrece mucho margen de maniobra. Nos enmarca, nos evalúa, nos refleja. Pero ya no nos eleva.
Así que sí, Prometeo está agotado. Y con él, toda nuestra civilización se pregunta: ¿hemos traicionado la promesa que nos hicimos de una mundo más libre, más justo, más habitable? Ya no basta con innovar, optimizar, regular. Hay que volver a encantar. Hay que recuperar, en el susurro de los días y el silencio de los gestos, la parte humana que aún resiste.
Tanto como el agotamiento de la fuerza, es el agotamiento de la lógica mercantil lo que nos asalta.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
En el fondo, es el agotamiento de la modernidad misma al que debemos enfrentarnos. Ya no se trata solo del agotamiento de los recursos, los modelos o las instituciones, sino de una promesa de varios siglos de antigüedad: la de un mundo liberado por la razón, elevado por la ciencia y guiado por el progreso. Esta promesa se desmorona, se agrieta, se escabulle. El ideal prometeico, que llevó a la humanidad a levantarse contra los determinismos, a desafiar a los dioses, a arrancarse de la naturaleza para dominarla mejor, solo sobrevive en unos pocos bastiones.
La tecnología constituye hoy en día el único territorio donde el sueño de lo ilimitado parece aún tolerado. Pero este sueño, si se mira más de cerca, ya ha sido confiscado. La inteligencia artificial, lejos de constituir una liberación, se encierra en la lógica opaca de los monopolios. El conocimiento se ha convertido en patente, el progreso en innovación privada, el poder en un activo controlado por unos pocos gigantes. Desde la supremacía de la IA hasta la conquista de la cuántica, lo que se perfila no es una emancipación compartida, sino una rareza organizada, una ciencia compartimentada, reservada a aquellos que pueden comprarla. En cuanto al transhumanismo, la promesa de superar la condición humana, con sus perspectivas de humanidad aumentada o de vida indefinidamente prolongada, se anuncia como la inscripción de la desigualdad social en el corazón de la vida humana.
El espacio, antaño una vasta promesa de infinito, el último continente del imaginario colectivo, se convierte también en un campo de luchas, codicias y depredaciones. Ya no se trata de exploración, sino de explotación. Al igual que las compañías de las Indias, son empresas fletadas, consorcios que mezclan ambición privada y soberanía delegada los que trazan el mapa del cielo. Hablamos de bases lunares, de constelaciones militarizadas, de perforaciones de asteroides. Apenas contaminamos la Tierra y ya pretendemos colonizar las estrellas, en una lógica que se parece más a la expoliación que a la trascendencia.
En este contexto se entrelazan tres cuestiones: la ya banal del comercio, con sus autopistas orbitales y sus mercados del mañana; la más siniestra de la militarización, donde cada órbita se convierte en un potencial campo de batalla; y, por último, la más antigua y mítica de la colonización, como si el hombre pudiera huir de la Tierra para renacer en otro lugar, libre de sus errores. Pero, ¿qué seremos, en otro lugar, si no cambiamos aquí?
Queda la identidad. El último territorio de lo ilimitado, porque es el más interior. Donde, en el secreto de las conciencias, cada uno puede aún intentar reinventarse, convertirse en otro, convertirse en uno mismo. Ahí es donde debería residir nuestra libertad más profunda. Y, sin embargo, incluso este ámbito está siendo asaltado, codificado, instrumentalizado. A la derecha, por una lógica de arraigo rígido, fijista, a veces xenófoba, que reduce la identidad a la herencia, a la biología, a una pureza fantaseada. A la izquierda, por una lógica de fragmentación, donde cada diferencia codifica su herida, donde la reivindicación se convierte en asignación. En nombre de la emancipación, cada uno está encerrado en su casilla. La búsqueda de uno mismo se ha convertido en una cartografía esotérica. Cada grupo traza sus fronteras, erige sus normas, construye sus pertenencias. Y así, la identidad, lugar de surgimiento, de invención, de diálogo, se convierte a su vez en territorio ocupado. Ya no nos descubrimos en ella, nos conformamos con ella. Ya no nos convertimos en ella, pertenecemos a ella.
El futuro se anuncia incierto, como suspendido. Habitada durante dos siglos por el retroceso de todas las fronteras demográficas, de número y de edad, la humanidad parece de repente dudar, bifurcarse, entrar en una época de turbulencias. Es la fractura demográfica mundial, una transición inacabada, la que redibuja en profundidad las relaciones de fuerza entre continentes, entre economías, entre generaciones, entre relatos.
Apenas contaminamos la Tierra y ya pretendemos colonizar las estrellas, en una lógica que se parece más a la expoliación que a la trascendencia.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
El mundo sigue creciendo, pero de manera desigual. En el Norte, las sociedades envejecen, se atrofian, dudan de sí mismas. En Europa, Japón, Corea e incluso China, la fecundidad se derrumba, la población activa disminuye y los sistemas sociales se tambalean. Por el contrario, en el Sur, especialmente en el África subsahariana, Medio Oriente y parte de Asia, los jóvenes se impacientan, a menudo sin perspectivas. Dos mundos se miran, uno fascinado por su longevidad y el otro por su vitalidad, pero ninguno de los dos logra formular un proyecto común.
Esta asimetría demográfica no es una simple cuestión de cifras: es un levantamiento silencioso del mundo. Porque a medida que los jóvenes del Sur buscan un lugar, una voz, un futuro, el Norte se repliega en sus miedos, sus fronteras, sus memorias. Los deseos de movilidad se encuentran con muros y rechazos. Y así, el choque demográfico se transforma en un choque político, alimentando el populismo, la crispación identitaria, la fantasía de la sumersión.
Pero, ¿se puede construir un mundo viable enfrentando a las generaciones entre sí, poniendo a los continentes en competencia? Lo que revela esta fractura es la urgencia de una solidaridad a la escala adecuada, de un pacto intergeneracional e intercontinental.
Porque la humanidad se encuentra ahí, entre el exceso y la carencia, entre las sociedades saciadas y las que aún están hambrientas de futuro. Y en esta tensión, no se trata de controlar la demografía como se gestiona un stock, sino de habitarla políticamente, de darle sentido.
Esta suma de agotamientos del mundo es el primer término de la nueva ecuación imperial. Al otro lado del signo «igual» se encuentra el segundo término: la reorganización del mundo en torno a nuevos imperios, impulsados por el pánico a la escasez. El «neointelectualismo» se despliega en paralelo dentro de las sociedades, redistribuyendo el poder, y fuera de ellas, cambiando mediante la fuerza las relaciones entre las naciones.
Los nuevos déspotas en la era imperial
Hacia el interior, el neoimperialismo impone su modelo autoritario atacando la democracia liberal. Las respuestas ideológicas se despliegan como intentos de salvar, preservar o reconquistar una soberanía perdida. Pero entre ellas se imponen dos lógicas, no como soluciones, sino como espirales. Espirales imperiales, alimentadas por la angustia del declive y la llamada de las fuerzas brutas.
La primera es la negación frontal, la negación voluntaria de cualquier límite. Es el ilimitismo asumido, encarnado por Donald Trump, figura de un absolutismo sin disfraz doctrinal, imperio de instintos y posturas, imperio de mando, en el sentido primario del imperium. La acción prima, el verbo se impone, el jefe domina. No gobierna, encarna. No organiza, impone. Tanto dentro como fuera, todo debe someterse al teatro del poder, a su visibilidad, a su demostración.
Su atracción por las figuras del hombre fuerte no es casual, sino el resultado de una profunda narrativa, arraigada en la mitología estadounidense. Convoca la imaginación colectiva: el vaquero solitario, el gángster despiadado, el policía sin escrúpulos. Cada gesto, cada palabra, incluso cada silencio, es un fragmento de esta dramaturgia brutal. Y esto conmueve, habla. Porque detrás del líder está el pueblo, no unido, sino confabulado, mimetizado, dispuesto a creer que la fuerza del líder es su propia venganza, su propia fuerza.
Este trumpismo es más que un hombre: es una estructura afectiva, una economía moral basada en la dominación. La naturaleza, la mujer, el extranjero, todo debe permanecer en su lugar. Las fronteras deben volver a ser claras y las jerarquías naturales. La energía fósil se celebra como instrumento de conquista, el petróleo perforado como tótem de la virilidad económica. Y si el mundo se vuelve más inestable, entonces el imperio se vuelve móvil, reactivo, adaptado. No sigue ningún proyecto, sino que se adapta a cada oportunidad. Avanza en la niebla, seguro de que su fuerza lo guiará.
Este modelo, que mezcla extractivismo, capitalismo híbrido y neoimperialismo económico, se basa en una relación con el mundo puramente utilitaria: todo lo que es periférico debe reportar al centro. Las materias primas deben alimentar la prosperidad nacional. El comercio internacional debe servir para abolir, o al menos reducir, los impuestos internos. El dólar debe ser un instrumento de captación mundial, un privilegio sin contrapartida. El horizonte es una economía mundial desviada en beneficio de un solo pueblo, un solo Estado, un solo hombre. Esta desviación se materializa hoy en la reafirmada vuelta del proteccionismo estadounidense, cuyos aranceles efectivos se elevarán en abril de 2025 a niveles sin precedentes desde los aranceles Hawley-Smoot de los años treinta, que condujeron al colapso del comercio mundial. Este nacionalismo económico, presentado como una declaración de independencia, oculta una lógica de absorción: mantener la ventaja nacional desestabilizando la competencia mundial. El comercio ya no es un espacio de reglas compartidas, sino un campo de batalla que parece un comercio de guerra permanente.
Y en el fondo, la tecnología se convierte en el brazo armado de esta visión. No la innovación como progreso compartido, sino el poder tecnológico como palanca de dominación. La IA y la cuántica no se perciben como herramientas, sino como armas. Cada vez se consume más energía para mantener el avance, incluso a costa de aumentar el costo ecológico. Cada vez se recopilan más datos, no para comprender, sino para vigilar. La tecnología se está convirtiendo en un imperio. Y los imperios de hoy en día ya no se contentan con gobernar las tierras, sino que van a la conquista de las mentes.
El modelo trumpista, que mezcla extractivismo, capitalismo híbrido y neoimperialismo económico, se basa en una relación con el mundo puramente utilitaria: todo lo que es periférico debe reportar al centro.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
La segunda respuesta, por su parte, se inscribe en otra tradición. No niega los límites, sino que los interioriza. Es la lógica de la autosuficiencia, impulsada por Xi Jinping en la herencia del maoísmo. El imperio no se expande hacia el exterior, sino que se cierra. No busca la proyección, sino la fortaleza. Construye una muralla industrial, tecnológica, moral: las Grandes Murallas de arena y fuego. Allí, el poder no se proyecta, se arraiga. El Partido sostiene al Estado, el Estado sostiene a la sociedad, y la sociedad, pacientemente, construye su propia independencia. Esta estrategia se ha acentuado recientemente ante las restricciones occidentales. En respuesta a las sanciones estadounidenses y a las investigaciones europeas, Pekín refuerza su autonomía industrial, asegura sus suministros críticos y reestructura sus mercados comerciales hacia Asia, África o América Latina. China reacciona no solo con medidas defensivas, sino también con contraataques dirigidos a productos emblemáticos.
La inversión pública, masiva y metódica, permite a China dar espectaculares saltos tecnológicos. Mientras Occidente se atasca en la complejidad, Pekín avanza. DeepSeek, Xiaomi, Huawei, BYD: todos ellos son símbolos de una conquista tranquila, de un ascenso desde dentro. Y en esta estrategia, el tamaño del mercado interno se convierte en un arma. China no solo exporta productos, exporta normas, ritmos, estándares. Se convierte en un mundo en sí mismo.
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ANSELM KIEFER, « PARSIFAL I », 1973. © ANSELM KIEFER |
Pero esta lógica también se basa en la desconfianza. En el interior, se traduce en vigilancia, control y homogeneidad social, que alcanzan su punto álgido en Xinjiang y el Tíbet. En el exterior, se combina con una prudencia estratégica y una desconfianza constante. Aquí, el Partido no pretende seducir, sino perdurar. Y en esta voluntad de durabilidad reside un imperialismo discreto, arraigado, casi geológico. Mientras que Estados Unidos opta por la proyección de fuerza, China opta por el ejercicio del control. Mientras que Estados Unidos deja entrever la depredación, China deja entrever una lógica de racionamiento.
La tercera respuesta, por último, es la del imperio benigno del derecho y la política. Es el modelo europeo que opone a la centralización del poder su voluntad de estar «unidos en la diversidad», que mitiga las tentaciones absolutistas mediante la lógica del compromiso o del consenso. Estamos redescubriendo que Europa es un modelo actual y quizás el mejor contra-modelo al neoimperialismo que agita al mundo. Para una Europa que se ha construido sobre fantasmas, sueños y pesadillas imperiales y que se ha querido postimperial y postnacional a la vez, ha llegado el momento de inventar los contornos de un «postimperio». Y después de todo, el Sacro Imperio Romano Germánico, que no era ni romano, ni santo, ni muy germánico, ni realmente imperial, fue sin embargo el imperio más duradero del continente, con diferencia, durante un milenio. Un imperio electivo, un mosaico de entidades de diversos tamaños y casi soberanas, un vasto espacio de deliberación, jurisprudencia, derecho y respeto de las libertades. ¿Cómo no ver una forma de filiación con la Unión Europea de hoy y, en cualquier caso, una lección para ella? ¿Cómo no ver en ello un llamado a resistir las tentaciones iliberales que querrían hacer de Europa, a su vez, un imperio entre otros?
Este modelo permite compartir recursos, un multilateralismo basado no en la fuerza, sino en la cooperación. Pero este camino es estrecho. Porque supone acuerdo, diálogo, consenso.
Basta con mirar el mapa, las ambiciones imperiales se extienden como una mancha de aceite. Veinticinco años de gobierno de Recep Tayyip Erdogan han llevado a Turquía hacia un autoritarismo neo-otomano. La Rusia de Putin adopta aires nezaristas de guardiana del conservadurismo cristiano. La India de Narendra Modi lleva más de diez años reorganizando la política india en beneficio de una visión etnorreligiosa que tiende a erigir a la minoría musulmana en enemiga interior.
Porque frente al imperio, toda democracia se vuelve vulnerable. Duda, se divide, vacila. Y así es como, lentamente, se perfila una nueva gobernanza, ya no liberal, sino imperial. Dentro de los propios Estados, esta lógica se impone: verticalidad del poder, culto a la eficacia, sumisión de la opinión a los relatos del jefe. Entramos en la era de los nuevos déspotas. No todos son violentos, ni siquiera todos son cínicos. Pero comparten la misma convicción: la libertad es un lujo que el mundo de hoy ya no puede permitirse.
La tecnología se está convirtiendo en un imperio. Y los imperios de hoy en día ya no se conforman con gobernar las tierras, sino que van a la conquista de las mentes.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Y esa es la verdadera amenaza. No el fracaso de la democracia, sino su silencioso reemplazo por otra forma de organización, más directa, más brutal, más rápida. Una forma que sacrifica el debate en favor de la decisión, la justicia en favor de la seguridad, el derecho en favor del orden, la razón en favor del Estado. Una forma imperial, nacida no de la fuerza de los imperios de ayer, sino del vacío dejado por las democracias agotadas de hoy.
Los imperios no nacen solo de la conquista exterior; primero prosperan a través del control interno. Lo que vemos surgir hoy, ante nuestros ojos a menudo incrédulos, es una distorsión lenta pero profunda de las estructuras mismas de la política, una alteración de sus fundamentos, de sus equilibrios, de sus promesas.
El primer deslizamiento es el de numerosos regímenes hacia una forma de monarquía más o menos electiva, alimentada por la fascinación por el jefe. Este fenómeno no es nuevo. Paradójicamente, está inscrito en el corazón mismo de la República estadounidense, desde George Washington, padre fundador de un poder que se ha ido rodeando progresivamente de sacralidad, hasta la presidencia imperial asumida por Franklin D. Roosevelt. Esta legítima preocupación por la autoridad puede derivar, como ocurre hoy en día, en un culto a la personalidad, una expectativa mesiánica hacia un hombre solo, capaz de resolverlo todo con su voluntad, que es la expresión de una desesperación política disfrazada de esperanza providencial.
Europa no se salva. Conoce sus propias figuras tutelares. Los pueblos, atrapados en el tumulto de las divisiones y las incertidumbres, se vuelven hacia hombres que prometen decidir, unificar, resolver. Esta es la gran tentación de los tiempos difíciles. Incluso Francia, con su fondo bonapartista, sus frágiles instituciones (14 constituciones desde 1789) y su centralismo patológico, no escapa a esta inclinación. Cuando la desconfianza hacia los partidos, los sindicatos y los cuerpos intermedios supera el deseo de emancipación, entonces la libertad se retira y el hombre fuerte avanza.
Más profundamente aún, el poder en su esencia misma se reorganiza. Se concentra. Se privatiza. Esta es la segunda distorsión: la de la oligarquía que se desliza hacia la plutocracia. En todo el mundo, los gobiernos están siendo gradualmente cercados por una nueva aristocracia del dinero. En Estados Unidos, la genealogía es clara: desde los adinerados Padres Fundadores hasta los «barones ladrones» del siglo XIX, los Rockefeller, los Carnegie, los Morgan, hasta los 13 multimillonarios de la administración Trump. En el Capitolio, durante la segunda investidura de Donald Trump, se contaron 1,3 billones de dólares en fortunas personales reunidas en la misma sala. El poder económico se confunde con el poder político.
Francia no se libra. La recomposición de las fortunas, la rigidez de los patrimonios y el aumento de las desigualdades alimentan un profundo resentimiento. En la cima, un pequeño número de actores económicos tiene una considerable influencia en el apalancamiento mediático. Controla una parte muy significativa de la prensa diaria nacional —casi el 90 % de las tiradas—, así como la mayoría de las audiencias televisivas y una gran parte del tráfico en los sitios web de información. En los niveles intermedios, una burguesía patrimonial asegura sus logros, transmite sus bienes y activos al abrigo de los nichos fiscales y consolida sus posiciones. La meritocracia retrocede, el capitalismo y la sociedad de herederos progresan. La fortuna heredada representa hoy el 60 % del patrimonio de los hogares en Francia, casi el doble del 35 % registrado a principios de los años setenta. El esfuerzo, el trabajo y el compromiso ya no son suficientes. Y en el corazón de la sociedad, la clase media oscila entre la ira y el miedo, entre el rechazo y la resignación. Es ella la que siente más cruelmente que el ascensor social está bloqueado, que la promesa republicana ya no funciona. Es ella la que ve venir el declive social y teme que sus hijos vivan peor que ella.
El poder en su esencia misma se reorganiza. Se concentra. Se privatiza.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
La tercera distorsión, más sutil y perniciosa, es la de la propia democracia y el lugar que se le da al pueblo. Cuando se reduce al deseo de la mayoría, pierde su sustancia. Es este despotismo de la mayoría el que Tocqueville presintió, el que nuestras sociedades democráticas experimentan hoy en día. En Estados Unidos, el unanimismo social pesa como una orden moral: toda oposición se vuelve sospechosa, todo matiz traicionero. Este fue el sentido de la brutal, pero reveladora, declaración del vicepresidente J. D. Vance en Múnich: lo que preocupa no es el enemigo exterior, sino la oposición interna a la omnipotencia popular.
En Europa, este fenómeno recibe el impreciso nombre de populismo. Pero no se trata de una simple corriente de opinión. Es una voluntad de depuración institucional. Se trata de abolir todo lo que obstaculiza la voluntad inmediata del pueblo tal como se imagina o fantasea: los contrapoderes, los medios de comunicación, la justicia nacional e internacional, las colectividades, Europa. Es la democracia vaciada de sus garantías, reducida a su forma bruta, instrumentalizada. Tanto en Israel como en Estados Unidos, el juez encarna al enemigo desde dentro, al que impide dar órdenes en círculo. Las acusaciones contra la «dictadura de los jueces» en Francia van en la misma dirección.
Esta evolución no nace solo del malestar o de las manipulaciones. También es producto de una sociedad fragmentada, desvinculada, atomizada. Las redes sociales, por supuesto, han amplificado las lógicas de confirmación, las burbujas de opinión, la violencia de la expresión. Pero el mal es más profundo. Reside en la mutación silenciosa de la relación de los individuos con la política.
Es una individualización extrema. Las grandes narrativas colectivas se desvanecen. Los partidos, las iglesias y los sindicatos se desmoronan. El ciudadano se convierte en consumidor político. Elige y cambia de canal. La democracia se convierte en un mercado de preferencias. Las aplicaciones de recomendación de voto, aparentemente lúdicas, son el síntoma de una lógica perversa: ya no elegimos nuestro destino común, sino que seleccionamos nuestro perfil político como elegiríamos una serie para ver.
También es una forma de laxismo cívico. La negativa a cualquier restricción para uno mismo se duplica con un mayor deseo de restricción para los demás. La libertad, en este contexto, se convierte en capricho, y la responsabilidad se evapora.
Por último, esta crisis es la de la eficacia democrática. Nuestras instituciones, sobrecargadas y fragmentadas, tienen dificultades para reformarse. Las promesas se repiten sin cumplirse. El lenguaje político pierde su valor. La ley se convierte en un laberinto. La iniciativa ciudadana parece una fachada. El referéndum de iniciativa compartida resulta casi imposible de poner en marcha. Las convenciones ciudadanas no tienen futuro. De ahí este grito que se alza contra el sistema, esta negativa global, este «dégagisme» que se ha convertido en el único recurso de aquellos que ya no tienen nada.
Es esta mecánica de agotamiento democrático la que explotan los imperios. Es esta fatiga de los pueblos la que los déspotas modernos transforman en energía. Porque un pueblo hastiado de libertad puede volverse disponible a la servidumbre. No es que la desee. Pero puede terminar aceptándola, resignándose a ella, confundiéndola con el orden. Y entonces cae el telón.
Los imperios, hoy como ayer, se construyen sobre una idea simple: rechazar los avances de la emancipación. Rechazar los frutos de la era de las revoluciones. A medida que el mundo se agota, los sistemas imperiales se erigen de nuevo como fortalezas del pasado, reactivando los antiguos resortes del poder, las verticalidades olvidadas, las feroces exclusiones. No son innovadores: son reaccionarios. No miran al futuro con confianza, ven en él una amenaza.
Todas las ideologías imperiales contemporáneas tienen en común que pretenden romper las promesas de 1789. Quieren silenciar las voces de la autonomía, la libertad y la igualdad. Forman un coro disonante, pero convergente.
El islamismo, en primer lugar, con su impulso de muerte, su odio a la vida y a la felicidad en la tierra, actúa de dos maneras: por un lado, pretende que las democracias renuncien a sus principios encerrándolas en el miedo, el odio y la crispación de seguridad. Por otro lado, busca imponer su propia ley, autoritaria y teocrática, para gobernar las sociedades de Medio Oriente, así como las comunidades musulmanas en los países occidentales. Rechaza la secularización, rechaza el pluralismo, niega la autonomía de los individuos.
El fascismo, por su parte, no ha desaparecido: muta, se recicla, se disfraza. Resurge por todas partes, camaleónico y con mil caras. Repite sin cesar la misma espiral: la de un «nosotros» cerrado, agresivo, etnoidentitario. Y frente a este «nosotros» supuestamente puro, señala enemigos, siempre los mismos: los inmigrantes, los extranjeros, las minorías. No busca instaurar el orden, sino imponer la dominación. No construir la nación, sino levantar muros de exclusión. Es un fascismo nuevo, pero fiel a sus raíces: autoritario, carismático, belicoso.
Ya no elegimos nuestro destino común, seleccionamos nuestro perfil político como elegiríamos una serie para ver.
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A esto se suma el neoliberalismo endurecido en una máquina de guerra social. Un orden económico que, lejos de cumplir su promesa de prosperidad compartida, aumenta las diferencias, fractura las sociedades y atiza la ira. El Estado se convierte entonces en vigilante nocturno, partidista, al servicio de intereses consolidados. La redistribución no se percibe como justicia, sino como una carga. Y en los márgenes, el crimen organizado ocupa los vacíos dejados por la República, usurpando las funciones del Estado allí donde este se retira.
Estos imperios imponen lo que podríamos llamar «políticas de la vida», que en realidad son la muerte de la política. La experiencia del COVID demostró hasta qué punto el poder puede redistribuirse en la esfera íntima: proteger a los ciudadanos contra sí mismos, gestionar los cuerpos, controlar la movilidad, suspender las libertades en nombre del bien común. Y si esta lógica puede ser necesaria en determinadas circunstancias, se vuelve perversa cuando se instala en el tiempo. Cuando la seguridad prevalece sobre la libertad, la vida misma se administra, regula y vigila, y el espacio para el debate, la protesta y la desobediencia se reduce. Pero lo que estos imperios reclaman sobre todo es una nueva legitimidad, otra narrativa. No se conforman con ser potencias: se erigen en civilizaciones. Es el regreso de los Estados-civilización. Ya no quieren ser simples actores en el concierto de las naciones, sino la forma perfecta de un pueblo, una historia, una esencia. Desdibujan deliberadamente las fronteras entre lo político y lo sagrado, entre el poder y la identidad, entre la administración de las cosas y la salvación de las almas.
Los Estados-civilizaciones se arraigan en relatos antiguos, memorias heridas, nostalgias imperiales. Pretenden encarnar el destino de una cultura, de un pueblo elegido por la Historia. Este deslizamiento arroja luz sobre varias tendencias contemporáneas: el creciente papel del evangelismo ultraconservador en la vida política estadounidense, incluso cuando el país se descristianiza rápidamente. El fervor de un pueblo en busca de puntos de referencia es aprovechado por actores políticos que hacen del credo no una búsqueda espiritual, sino una palanca de control y poder.
Este deslizamiento también explica la crisis de la secularización y del laicismo, que han tomado en Europa, a lo largo de las historias nacionales, múltiples caras, donde los principios de separación son cuestionados tanto por aquellos que quieren reimponer la religión en la esfera pública como por aquellos que temen la coexistencia de las diferencias culturales. También permite comprender el callejón sin salida del islam político, incapaz de encontrar una forma estable de representación, dividido entre panarabismo, panislamismo y nacionalismos rivales, y reacio a la secularización. Y, por último, arroja luz sobre el retorno ideológico del comunismo chino, bajo la bandera de una doctrina restaurada, el «Pensamiento Xi Jinping», que mezcla marxismo, tradición confuciana y ambiciones imperiales. No es simplemente una política; es una ontología del poder. Un relato de grandeza, permanencia y unidad milenaria. Lo que se está atacando son los propios fundamentos de la era de las revoluciones. La idea de que los pueblos pueden autogobernarse. Que el Estado está al servicio de los ciudadanos. Que los derechos preceden al poder. Lo que se tambalea no son solo las instituciones, sino una filosofía del mundo, nacida con la Revolución Francesa y prolongada por los grandes cambios del siglo XX.
Se creyó, demasiado pronto, que la ola revolucionaria había terminado en 1989, con la caída del muro de Berlín. Se pensó que la democracia liberal era el punto final de la historia, el término natural de toda evolución. Queríamos creer que el enfrentamiento entre Revolución y Contrarrevolución era cosa del pasado. Pero la lucha continúa. Hoy en día está experimentando una nueva ola, más confusa, más brutal, más global. Después de la Revolución Francesa y su lucha contra el absolutismo monárquico, después de la Primera Guerra Mundial y el colapso de los imperios autoritarios, después de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del fascismo, después de la Guerra Fría y el rechazo del estalinismo, ha llegado la hora de un nuevo combate contra la hipercracia, esta forma líquida y tentacular del poder globalizado, mediático, algorítmico y desresponsabilizado.
Es una lucha sin trincheras, sin fronteras claras, sin manifiestos llamativos. Pero es una lucha decisiva. Porque lo que está en juego no es solo el régimen de las libertades, sino la posibilidad misma de la política. La posibilidad de debatir, de decidir juntos, de elegir una orientación común.
En este mundo agotado, agitado, tentado por el repliegue y la simplificación, debemos reafirmar los principios frágiles, pero esenciales, del legado revolucionario. No por nostalgia, sino por necesidad. No para restaurar una edad de oro perdida, sino para recuperar la fuerza de un ideal compartido. El ideal de un mundo en el que el hombre, liberado de las dominaciones, recupere el poder de decir «nosotros», «el poder de decir nosotros, el pueblo».
Ha llegado la hora de un nuevo combate contra la hipercracia, esta forma líquida y tentacular del poder globalizado, mediático, algorítmico y desresponsabilizado.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
La nueva era de hierro
Este es el esbozo del imperialismo tal y como se arraiga en el interior. Pero, al mismo tiempo, también se despliega en el exterior. El mundo ya no se estructura según el orden westfaliano de los Estados-nación. Ya no se basa en el frágil equilibrio de soberanías iguales. Se organiza, de nuevo, según lógicas imperiales. Se trata de un cambio histórico importante, que debemos nombrar con lucidez: hemos entrado en una nueva edad de hierro y no en una edad de oro. Un mundo de potencias continentales, de civilizaciones en pie de guerra, de imperios rivales, enzarzados en una lucha por el acceso a unos recursos que ahora son escasos, que esperan protegerse a sí mismos de la escasez imponiendo su hegemonía mediante una estrategia de dominación preventiva y supremacía tecnológica. Y en este mundo, el Estado-nación, fruto de la era de las revoluciones, parece cada día más vulnerable.
Los Estados en quiebra proliferan, dando paso a guerras civiles y al gran tráfico transnacional desde el Sahel hasta Medio Oriente. En otros lugares acechan nuevos fracasos, desde la costa pacífica de América Latina hasta el arco caribeño. Es la señal del fracaso de la implantación del modelo de Estado-nación tras la descolonización, y también de la negativa de las grandes potencias a dejar que se establezcan soberanías fuertes.
En primer lugar, Estados Unidos ha iniciado un giro imperial. No a la manera de las antiguas potencias coloniales, sino según una lógica de redes, infraestructuras y control periférico: el dólar, el derecho extraterritorial y las sanciones, las plataformas tecnológicas, los flujos de datos. Es una mutación larga y estructural, no un capricho. Desde el giro asiático iniciado por Barack Obama, Europa ya no está en el centro de la estrategia estadounidense. Las guerras perdidas —Irak, Afganistán— han revelado los límites de la proyección global. El trumpismo, al ahondar la brecha entre la ideología aislacionista y la afirmación brutal de la potencia, ha fracturado la alianza occidental, pero también ha abierto una serie de posibilidades.
Porque todo es posible: una Santa Alianza paradójica entre Rusia y Estados Unidos contra Europa, soñada por algunos doctrinarios ultraconservadores. Un acuerdo de Yalta con China, en torno a un reparto de zonas de influencia, improbable pero temido. El propio colapso del aparato imperial estadounidense, que se ha vuelto demasiado pesado, demasiado rígido, irreformable, a la manera de una Perestroika invertida. O incluso una forma de aislamiento geoestratégico, que da paso a una multipolaridad brutal, en la que las grandes áreas de influencia se redistribuyen sin orden ni pacto.
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ANSELM KIEFER, « PARSIFAL III », 1973. © ANSELM KIEFER |
En este gran juego, China avanza con la metódica lentitud de las antiguas potencias. El Imperio del Medio renueva su propia mitología. Su transformación económica lo empuja en esta dirección: el aumento de los costos de producción exige una integración regional más estrecha, y sus nuevas ambiciones industriales, especialmente en tecnologías verdes, requieren una seguridad ofensiva de los recursos. El níquel, el cobre y las rutas marítimas se convierten en piezas de un tablero de ajedrez imperial. La Iniciativa de las Nuevas Rutas de la Seda es su manifestación más visible: corredores de producción, puertos, infraestructuras, endeudamiento estratégico. Cualquier cosa antes que el aislamiento. Cualquier cosa antes que la asfixia.
Hemos entrado en una nueva era de hierro, no en una edad de oro.
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Pero la lógica no es solo económica. También es social y política. El Partido Comunista Chino, que en el pasado se apoyaba en el campesinado y el proletariado fabril, ahora se dirige a los beneficiarios del crecimiento: las clases medias de las grandes ciudades, la burguesía manufacturera y tecnológica. Para mantener a este conjunto heterogéneo, se necesitan nuevos relatos: un nacionalismo de banderas, la búsqueda de reconocimiento mundial, la reinvención de un orgullo imperial. El ejército sigue. La marina se equipa. El espacio, el ciberespacio y la inteligencia artificial se convierten en los nuevos escenarios de poder. Pero la estrategia sigue siendo paciente: ganar tiempo. Dejar que Estados Unidos se aísle. Dejar que Taiwán dude. Dejar que la hegemonía se imponga por sí sola, por efecto de la evidencia.
Rusia, por su parte, no vuelve al imperio. Nunca lo ha abandonado. Se ha construido como un estado imperial, sobre la diversidad forzada de los pueblos y un autoritarismo centralizador. No concibe su futuro como una ruptura con su pasado, sino como la continuidad de una civilización. Vacila entre un tropismo occidental y una identidad eurasiática, entre Pedro el Grande e Iván el Terrible, entre San Petersburgo y Moscú.
Esta Rusia postsoviética, reconstruida en torno a la idea de un destino geopolítico singular, se siente hoy reafirmada. No aislada, sino legitimada. La reconquista de su zona de influencia, el cuestionamiento de las fronteras heredadas de 1991, la presencia en las crisis de Medio Oriente, el fortalecimiento de los vínculos con África o Asia: todo ello obedece a una lógica de cerco flexible, de expansión periférica. La guerra de Ucrania no solo ha conmocionado a Europa: ha confirmado al resto del mundo que las normas internacionales ya no son universales. Y que la fuerza vuelve a ser una lengua audible.
India se afirma, fuerte por su demografía, su crecimiento y su arraigo cultural milenario. Pero vacila entre la apertura estratégica y el nacionalismo hindú. Quiere ser un imperio sin renegar de la democracia, un eje entre Occidente y Asia, sin saber aún qué camino privilegiar.
Esto es la nueva Edad de Hierro, una mecánica de dislocación del mundo posterior a 1945 que avanza inexorablemente por sí sola. Ya no es un orden mundial, sino una serie de desórdenes imperiales. Lógicas conquistadoras reactivadas, soberanías cuestionadas, pueblos utilizados como palancas. No es el regreso de la historia, es su embalamiento. Y en esta confusión, el ideal de un mundo organizado en torno a Estados libres, iguales y cooperantes se aleja, como una isla brumosa en la lejanía que aún se divisa, pero a la que ya no se puede llegar.
Los imperios reavivan hoy su rivalidad global, ya no solo en el terreno militar, sino en todos los campos del poder. La guerra ya no es una excepción: se está convirtiendo en un estado latente, el telón de fondo, el lienzo sobre el que se dibuja la competencia planetaria.
Los flujos se convierten en fronteras. Las rutas marítimas, antaño arterias del comercio, son ahora líneas de frente. Cada estrecho militarizado, cada corredor protegido, cada puerto vigilado, redibuja una nueva geografía del poder. El mapa del mundo ya no es el de las naciones, sino el de los accesos, los cuellos de botella, los puntos de inflexión. Y en todas partes la logística habla el lenguaje de las armas. La guerra del mañana comienza en los puertos del Golfo, en las vías de la Ruta de la Seda, en las baterías eléctricas o en las redes de fibra óptica submarinas.
Los imperios se rearman. Los presupuestos militares aumentan. El espacio aéreo, marítimo y exoatmosférico se convierte en escenario de maniobras. Reinvierten en la capacidad de producción industrial de guerra, modernizan sus arsenales nucleares, desarrollan drones, ciberarmas y inteligencia artificial militar. El campo de batalla se ha ampliado: ya no tiene límites espaciales ni umbrales temporales. Ya no es la guerra como ruptura, sino la guerra como continuo. Una guerra en red, fluida, permanente. Una guerra no declarada, pero omnipresente.
La mecánica bélica también alimenta una espiral de proliferación nuclear. Muchos estrategas del mundo solo han aprendido una lección del ataque de Rusia a Ucrania: si Kiev no hubiera cedido su arsenal nuclear en 1994 a cambio de la garantía de sus fronteras por parte de Estados Unidos, Reino Unido y Rusia, no habría sido invadida. Los mismos, u otros, observan con la errática diplomacia de Donald Trump que la palabra de Estados Unidos ya no es tan vinculante como antes. Los aliados pueden verse tentados a asegurar su propia disuasión. Estas múltiples tentaciones son lo que se conoce como proliferación horizontal, pero hay que añadirle la presión hacia la proliferación vertical, la expansión, la modernización y la diversificación de los arsenales nucleares de las potencias dotadas, lo que aumenta de manera desproporcionada los riesgos de uso real de estas armas.
En este contexto surge un concepto tan central como peligroso: la guerra híbrida. Un término aparentemente técnico, pero portador de una revolución estratégica. Desdibuja las fronteras entre guerra y paz, entre civil y militar, entre interior y exterior. Disuelve las distinciones fundacionales del derecho internacional y la democracia. En última instancia, es la guerra tal y como la conciben los imperios: perpetua, asimétrica, opaca. Un instrumento de mantenimiento del orden mediante el miedo en el interior, un instrumento de expansión en los intersticios inciertos del mundo. Debemos aprender a resistirnos a él, sin adoptar su lógica, a riesgo de quedar sumergidos en él.
El mapa del mundo ya no es el de las naciones, sino el de los accesos, los cuellos de botella, los puntos de inflexión. Y en todas partes la logística habla el lenguaje de las armas.
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A diferencia de la Guerra Fría, que se basaba en una bipolaridad explícita y una forma de estabilidad estratégica, la guerra híbrida funciona mediante umbrales progresivos de irreversibilidad. Se compone de ciberataques, campañas de desinformación, sabotajes económicos, máximas presiones diplomáticas y violencia asimétrica. Es difusa. Es sistémica. Es inasible.
Pero este conflicto híbrido ya se está convirtiendo en mundial. Lo que estamos viendo emerger es el primer conflicto híbrido global de la historia: un conflicto multifacético, extendido a escala planetaria, que moviliza todos los resortes del poder: militar, económico, tecnológico, cultural y cognitivo. Un conflicto en el que las propias sociedades se han convertido en los principales objetivos y, a veces, en los principales vectores. Y mañana, si se superan los umbrales, si las ambiciones chocan sin marco, sin diálogo, sin disuasión creíble, esta guerra global podría convertirse en total, aunque de un tipo nuevo. No una Tercera Guerra Mundial en el sentido clásico, sino una guerra total de un tipo inédito: desterritorializada, multidimensional, sin declaración de guerra ni paz posible. Taiwán es el punto de fijación de las aspiraciones nacionales chinas y de los intentos estadounidenses de contención. Cada gesto malinterpretado puede conducir a lo irreparable. De ahí la necesidad de poner en marcha sólidos mecanismos de resolución de conflictos.
Hoy en día, en esta lógica imperial, la propia paz puede convertirse en una palanca de poder, un cálculo estratégico en la guerra global. Así, frente a la espiral de crisis, tanto en Ucrania como en Medio Oriente, Donald Trump se presenta como promotor de la paz, pero una paz circunstancial, concebida como un acto de comunicación, preocupada por los beneficios inmediatos, diplomáticos o económicos, sin verdadera preocupación por el futuro ni por los pueblos afectados. Cada vez se repite el mismo patrón: un presidente estadounidense que se pone del lado del más fuerte, Vladimir Putin en Ucrania, Benjamin Netanyahu en Gaza. En ambos casos, los pueblos quedan relegados a variables secundarias.
Sin embargo, lo que está en juego hoy en día va más allá de Ucrania. Lo que se está preparando va más allá de Gaza. Estamos entrando en un mundo en el que la guerra ya no es un accidente, sino una herramienta habitual, una forma banalizada de ejercer la fuerza. Un mundo de rivalidades desatadas, de potencias rearmadas, de equilibrios dislocados. Esta nueva era de hierro no es una amenaza lejana: ya está aquí. Y está intentando arrastrar a Europa a su engranaje, como una presa ofrecida a ambiciones cruzadas. La trampa se cierra. No dice su nombre. Se presenta como un llamado a la firmeza, a la solidaridad, a la honra. Pero oculta una lógica temible, la de la instrumentalización. Porque lo que algunos desean en Washington y en Moscú es hacer de Europa el peldaño de su estrategia, la variable de ajuste de sus ambiciones imperiales. Una Europa expuesta, dividida, puesta ante hechos consumados.
Frente a esto, Europa debe mantenerse firme. Francia debe mantenerse firme. Y esto comienza por reconocer que el apoyo a Ucrania es vital, porque es nuestra propia seguridad la que está en juego, como se jugó en España en 1936 el destino europeo. Debemos seguir apoyando a Ucrania, defendiendo su soberanía frente a la agresión rusa. También debemos reafirmar nuestro compromiso de participar en cualquier esfuerzo por consolidar un alto al fuego y, posteriormente, una paz duradera con garantías de seguridad, en un marco multilateral y en estrecha coordinación con nuestros socios europeos.
Ante las crisis, tres principios deben guiar la acción europea. En primer lugar, el principio de unidad. No sirve de nada que cada uno corra por su cuenta en el vestíbulo de la potencia estadounidense. Se necesita una voz europea: clara, coherente y colectiva. Una Europa que no busque la aprobación del más fuerte, sino el acuerdo voluntario de las naciones. En segundo lugar, el principio de seguridad. La disuasión no se improvisa, se construye a largo plazo, mediante la legitimidad del derecho y la solidez de las alianzas. No puede haber seguridad sin una visión de conjunto, sin una estrategia compartida. Por último, el principio de independencia. La historia nos ha enseñado los peligros de los automatismos y de los arrebatos: el engranaje de las alianzas en 1914, los cambios de rumbo de 1940, la humillación de Suez, el estancamiento de las guerras coloniales. Nuestra fuerza reside en la fidelidad a nuestra tradición diplomática. La del compromiso, del equilibrio buscado, de la paz construida. Francia y Europa deben ser los arquitectos políticos, junto con los ucranianos, de una paz basada en el derecho, la soberanía de las naciones y la seguridad colectiva. Frente a las compulsivas iniciativas de la Administración Trump, que cede a las exigencias rusas, nos corresponde recordar al presidente estadounidense que asumirá toda la responsabilidad del acuerdo que concluya. Frente al cinismo de los imperios, no hay mayor fuerza que la de los principios.
Lo que estamos viendo surgir es la primera guerra híbrida global de la historia: un conflicto multifacético, extendido a escala planetaria, que moviliza todas las palancas del poder: militares, económicas, tecnológicas, culturales y cognitivas.
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Y esto también es válido para Medio Oriente. En Gaza, Europa no puede seguir siendo un mudo espectador de un conflicto que aplasta a la población civil y destruye toda perspectiva de paz. Una vez más, los pueblos son tratados como variables secundarias y la voz europea sigue siendo demasiado poco audible, por falta de unidad, visión y voluntad política. Sin embargo, los países de la región se están movilizando. El Plan adoptado en El Cairo constituye hoy una alternativa creíble tanto al estancamiento en la violencia como a la legalización del hecho consumado que promueve el Plan Trump, una «Riviera en Gaza» que no tiene más precedentes que los tratados de las reservas indias celebrados por Estados Unidos en el pasado.
No es casualidad que estos espacios —Ucrania, Gaza— se hayan convertido en fundamentales en la nueva gramática del poder. Los imperios invierten prioritariamente en las zonas intersticiales, esos márgenes que se creían periféricos, pero que se convierten en cruces estratégicos. Es ahí donde pueden medirse con menos obstáculos y riesgos; es ahí donde pueden debilitar juntos a los Estados-nación que obstaculizan su visión del mundo dividido en zonas de influencia. En este sentido, el plan de Trump sobre el «reparto» de los recursos minerales ucranianos va más allá de la simple codicia, también pretende socavar la soberanía ucraniana en un momento de máxima vulnerabilidad.
Europa del Este, por su parte, parece haber sido alcanzada por una maldición histórica. Vuelve a ser lo que fue tantas veces, un espacio de fricciones, enfrentamientos y escaramuzas. La invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022 ha creado un hecho consumado, independientemente de las justificaciones presentadas por Moscú. El cuestionamiento de la intangibilidad de las fronteras, la violación del Memorando de Budapest de 1994, que garantizaba la integridad territorial de Ucrania, hacen temer que se repitan en otros lugares. Ya sea por presión, astucia o fuerza. Primero en otras exrepúblicas soviéticas, luego en vecinos más cercanos, como Polonia. En los países bálticos, donde las minorías rusoparlantes siguen siendo significativas, el riesgo es aún mayor, ya que estos Estados han pertenecido tanto a la URSS como a la Unión Europea. Constituyen la prueba definitiva de la determinación europea, la verdadera incógnita de la ecuación de Putin. Europa no tiene otra opción que comprometerse de manera firme y duradera en los dos frentes vitales para ella: la defensa del derecho internacional, por un lado, y la garantía de su seguridad en su frontera oriental, por el otro. Esto implica evitar que Ucrania se convierta en un Estado fallido, un agujero negro de seguridad. Hay que construir un camino de adhesión gradual, pragmático y realista. También hay que rechazar cualquier validación jurídica de las transferencias territoriales impuestas que no sean libremente consentidas por Ucrania.
Por su parte, Medio Oriente sigue siendo un foco incandescente de tensiones imperiales: fragmentado, fracturado, sobrearmado, atravesado por conflictos identitarios, religiosos y energéticos. La región ya no es solo un escenario de enfrentamientos entre grandes potencias: se ha convertido en el crisol donde se entrelazan todas las lógicas imperiales. Externas con Estados Unidos, Rusia, China; internas con Irán, Israel, Turquía, Arabia Saudita. Pero en este cruce de caminos del mundo, nadie puede imponer su hegemonía de forma duradera. De ahí una sucesión de juegos de equilibrio y de oscilación, perpetuos e inestables.
La tragedia del 7 de octubre de 2023 abrió una nueva era para todos los pueblos de la región, al tiempo que recordó al mundo que las heridas del pasado no se han cerrado. Ante ataques terroristas de una magnitud sin precedentes, Israel, enfrentado a una amenaza existencial en su territorio, respondió con una lógica de guerra total, llevada a cabo en siete frentes acompañada de una intensificación interna, de la puesta a raya de la justicia y los medios de comunicación. El riesgo es doble: ver cómo la democracia israelí se desploma hacia un modelo separatista, anexionista y militarista; pero también dejar en la historia colectiva las duraderas secuelas de los bombardeos masivos sobre Gaza y el asedio impuesto a toda una población en violación del derecho internacional humanitario. Mientras no haya justicia para todos los pueblos de la región, incluidos los palestinos, pero también los libaneses y los sirios, no habrá paz duradera ni verdadera orden en Medio Oriente. Esto es lo que hace que los triunfos tácticos del ejército israelí sean tan trágicos como políticamente frágiles. Aunque Irán parece hoy debilitado, aunque sus aliados —Hamas, los hutíes y Hezbolá— sufren grandes pérdidas, la tentación de un cambio de régimen en Teherán reaviva otro espectro, el de una mayor desestabilización regional. Y con él, el de una dominación estadounidense sin competencia en la región, ya sea directa o por medio de terceros. Se trata de un inquietante retorno de la «cuestión de Oriente», con sus bien conocidos efectos perversos: inestabilidad duradera, aumento de los extremos, posible cambio de bando de los aliados circunstanciales.
No se perfila ningún imperio africano. Pero los apetitos se agudizan, la competencia se intensifica, las rutas estratégicas se densifican, desde el Sahel hasta los Grandes Lagos.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Latinoamérica, que antes se consideraba el patio trasero de Estados Unidos, vuelve a ser un espacio de interés estratégico mundial. China y Rusia están avanzando metódicamente en la región. Los abundantes recursos (cobre, litio, gas, tierras agrícolas) agudizan las rivalidades y avivan las codicias. Los regímenes se tambalean, las alianzas se renegocian. El Brasil de Lula intenta construir una tercera vía basada en el equilibrio y la autonomía estratégica, que Europa tiene interés en apoyar y acompañar. El tratado Unión-Mercosur no puede abordarse desde un único punto de vista comercial. Tiene una importante dimensión geopolítica. Pero nos corresponde a nosotros defender a capa y espada los intereses europeos en esta asociación, asumiendo nuestra responsabilidad política.
El sudeste asiático encarna la zona central del siglo XXI. Es el corazón palpitante de la globalización y el principal escenario del enfrentamiento sino-estadounidense. Es allí donde se jugará el equilibrio del Pacífico, en el estrecho de Malaca, en los arrecifes del mar de China Meridional, en los grandes acuerdos comerciales, en los pactos de seguridad. Los Estados deberán velar celosamente por su independencia y su estabilidad interna, al tiempo que arbitran. Pero también deberán evitar que este juego de equilibrio degenere en inestabilidad crónica o los convierta en escenarios de una guerra civil de terceros. En este contexto, India puede desempeñar un papel estabilizador para evitar que el enfrentamiento entre China y Estados Unidos se degenere. Pero esto exige una vigilancia permanente, debido en particular a la proliferación de alianzas militares —desde el pacto anglo-estadounidense del Aukus hasta la reunión del Quad— que, por su entrelazamiento, pueden conducir a la deflagración, como sucedió en su día con las alianzas de 1914.
Por último, África sigue siendo codiciada, fragmentada y atravesada por múltiples apetitos. Los intentos de hegemonía se suceden y fracasan. No se perfila ningún imperio africano. Pero los apetitos se agudizan, la competencia se intensifica, las rutas estratégicas se densifican, desde el Sahel hasta los Grandes Lagos. La carrera imperial se desarrolla en un contexto de inestabilidad crónica y tragedias humanas. Europa tiene el interés, pero también la responsabilidad moral y política, de impedir una nueva y funesta «división de África». Hoy en día, solo la batalla colectiva por el crecimiento y el desarrollo puede evitar la catástrofe anunciada para un continente cuyo peso demográfico mundial no dejará de aumentar hasta finales de siglo, hasta alcanzar los 2.500 millones de personas, y cuyo retraso económico no deja de aumentar. En 1990, el 14 % de los pobres del mundo vivían en África. En 2030, serán el 80 %. La brutalidad de los recortes del presupuesto de USAID por parte de Estados Unidos debe ser la ocasión para reunir a los donantes mundiales en torno a una nueva estrategia colectiva.
Pero más allá de estas batallas geográficas, se está preparando otra guerra: la batalla por el orden. El orden internacional, tal como se concibió en 1945, se basa en una noble ficción: la del derecho a la paz, la soberanía a través de la igualdad y la seguridad colectiva a través de la alianza. Sin embargo, este orden está hoy minado desde dentro. Los imperios ya no lo quieren. Algunos, como Rusia, quieren destruirlo. Otros, como China, quieren remodelarlo en su beneficio. La ONU está marginada, el multilateralismo está siendo anulado, el derecho internacional se invoca con geometría variable. Lo que se vislumbra es un retorno asumido a las esferas de influencia, a las zonas de exclusión, a las relaciones de fuerza brutas. El orden de 1945 no se derrumba bajo los golpes de la guerra. Se desvanece por indiferencia estratégica, por la lenta corrosión de los principios.
Esta confrontación entre imperios no tiene como horizonte el equilibrio, sino la hegemonía. Se desarrolla en espiral: una rivalidad que no se autorregula, sino que se intensifica a medida que se prolonga. La ambición ya no es la coexistencia, sino la dominación exclusiva. Lo que algunos ya se atreven a llamar un «imperio mundial».
Los imperios dibujan, en su continua confrontación, un mundo de incertidumbres estratégicas, de recomposiciones brutales, de relaciones de fuerza desvinculadas de toda moral exterior, y un ansia de control que moviliza los miedos internos. Esta es la nueva ecuación imperial.
Si queremos modificar sus términos, debemos oponernos a ella con dos fuerzas de equilibrio fundamentales: Europa, como potencia reguladora, y la República, como principio de soberanía, es decir, de dominio lúcido de su propio destino.
El orden de 1945 no se derrumba bajo los golpes de la guerra. Se desvanece por indiferencia estratégica, por la lenta corrosión de los principios.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Despertar a Europa
Ha llegado la hora de Europa. Europa es el antídoto que nos permite tener esperanza en un mundo razonablemente seguro.
Es, ante todo, la mejor garantía de seguridad para nosotros, los europeos. El desafío es urgente. La invasión de Ucrania en 2022 fue una brusca toma de conciencia de nuestras dependencias energéticas y nuestras deficiencias militares. Dos años de guerra en Ucrania han destruido más de diez veces la cantidad de tanques del inventario francés. Para aquellos que se habían quedado dormidos, Donald Trump ha dado un brusco toque de atención a principios de año con su cambio de rumbo sobre Ucrania. Estamos solos, y aislados no tenemos mucho peso. La defensa europea ya no es una opción. Europa, que fue, en palabras del general De Gaulle, el «palanca de Arquímedes» de las naciones de Europa, debe convertirse en el «escudo de Arquímedes» que permita a cada país beneficiarse de la efectiva protección de los demás. No habrá un ejército europeo mañana, pero puede haber un ejército común de europeos, que mutualice las compras, los entrenamientos, la planificación estratégica y la logística.
En cuanto a las operaciones, somos conscientes de que los europeos miembros de la OTAN no podrían asumir juntos una misión ambiciosa sin el apoyo estadounidense. Esto significa que hay que trabajar por una OTAN con dos niveles de interoperabilidad, uno básico entre todos los europeos de la alianza y otro entre el pilar europeo y Estados Unidos, de manera subsidiaria. Será necesaria una «vanguardia» europea, que asocie en primer lugar a los cinco ejércitos principales de la Unión, Francia, Alemania, Italia, España y Polonia, es decir, a ellos cinco, dos tercios de los gastos de los europeos continentales de la OTAN, así como a los socios regionales, Reino Unido, Turquía y Noruega. Esta base voluntaria tendría vocación de formalizarse en un Tratado de defensa colectiva abierto progresivamente a otros participantes.
En materia de equipamiento, nuestra dependencia también se manifiesta de forma evidente, sabiendo que dos tercios de los pedidos militares de los países europeos en los últimos cinco años han sido de material estadounidense, y hasta el 90 % en algunos países. Además, el uso de tecnología estadounidense no es neutral. Estados Unidos podría impedir por control remoto el despegue de los F35 estadounidenses. Sin embargo, más de la mitad de las fuerzas aéreas europeas están formadas por F16 y F35, de ahí la paradoja danesa de que sus aviones podrían quedarse en tierra en caso de invasión de Groenlandia. En muchos sectores industriales, no somos capaces de producir las cantidades necesarias. Para asumir la independencia colectiva de la defensa europea y ponernos a la altura de los imperios, tendremos que aceptar un verdadero reparto de la carga, asumiendo un cierto grado de planificación de las instalaciones industriales de defensa en Europa, una capacidad de financiación común y sostenible mediante un préstamo europeo, así como una mutualización de las compras para mejorar la calidad, los precios y las cantidades disponibles.
Hoy en día, persiste un punto ciego en el entusiasmo general por el rearme: rearme, sí, pero ¿para qué misiones? Los diferentes Estados tienen visiones y necesidades muy diferentes que habrá que armonizar. Una dimensión de defensa territorial convencional es indispensable para tranquilizar a los países del Este en primera línea frente a posibles amenazas rusas en un horizonte de 3 a 10 años.
Será necesaria una dimensión de proyección de fuerza, en el espíritu de lo que el ejército francés o británico está entrenado para hacer, para mantener una credibilidad global, especialmente en el Indo-Pacífico. Esto aboga por una mayor integración de nuestra fuerza aeronaval con los británicos o por mayores inversiones en la Marina, con el reto de construir un segundo portaaviones y ampliar la flota de submarinos nucleares de ataque.
Una mayor disuasión implica una ampliación del arsenal nuclear y tal vez una diversificación de los tipos de armamento, en respuesta a las crecientes capacidades de los rivales. En un momento en el que existen dudas sobre el paraguas nuclear de Estados Unidos, Francia ha hecho bien en abrir el debate sobre la posibilidad de sustituir la garantía estadounidense por la ampliación de las garantías francesas. Pero esto impone decisiones difíciles y urgentes, y requiere negociaciones claras, tanto sobre las doctrinas de empleo como sobre los volúmenes de equipos a comprometer, sin cuestionar el principio de soberanía francesa sobre la decisión final.
Más de la mitad de las fuerzas aéreas europeas están formadas por F16 y F35, de ahí la paradoja danesa de que sus aviones podrían quedarse en tierra en caso de invasión de Groenlandia.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
También hay que añadir una dimensión esencial de defensa civil, inspirada en el modelo sueco de «defensa total» o en el sistema suizo. Esto implica reforzar las reservas de defensa no solo en términos de movilización estratégica en caso de crisis, sino también integrando competencias profesionales especializadas, en particular en ciberseguridad. Existe una necesidad específica de más ingenieros y, en general, de un esfuerzo educativo considerablemente mayor, ya que constituye nuestra mejor arma frente al oscurantismo y el declive en esta competencia por el poder.
Además, Europa está llamada a convertirse en una potencia de equilibrio en el mundo, capaz de ofrecer un modelo alternativo al imperialismo agresivo, defendiendo con firmeza el derecho internacional y las instituciones multilaterales.
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ANSELM KIEFER, « PARSIFAL II », 1973. © ANSELM KIEFER |
La diplomacia climática es una cuestión de identidad y estructuración. A través de ella, mediante el establecimiento de asociaciones sólidas y la creación de puentes concretos entre el Norte y el Sur Global, en nombre de la eficacia y la justicia climáticas, podremos revitalizar la arquitectura de las Naciones Unidas, que hoy se encuentra seriamente cuestionada. El próximo mes de noviembre, la COP30 en Belém, Brasil, será una prueba importante. Marcará un impulso de la diplomacia climática o su colapso definitivo. Depende de nosotros federar por adelantado el mayor número posible de países voluntarios y mantener la esperanza de una acción colectiva a la altura de los desafíos planetarios.
Nuestro continente, sin ingenuidad, pero sin renegar, debe seguir siendo percibido como una potencia benevolente y postimperial, capaz de existir no por la fuerza sino por el ejemplo, no por la imposición sino por la propuesta. Debe seguir defendiendo, con claridad y constancia, la posibilidad de un orden jurídico internacional. Si una verdadera orden mundial parece fuera de nuestro alcance, entonces al menos asegurémonos de mantener en nuestro continente una arquitectura coherente, protectora y democrática. Una orden internacional, no total sino inclusiva, capaz de acoger a quienes lo deseen, con o sin Estados Unidos, si ese es el precio de la continuidad, en el marco renovado de las grandes instituciones multilaterales: el FMI, el Banco Mundial, la Organización de las Naciones Unidas. Pero este renacimiento continental solo tiene sentido si se inscribe en un multilateralismo repensado, lúcido y rearmado, que adopte como doctrina un internacionalismo realista que contrarreste eficazmente la «realpolitik» desprovista de escrúpulos.
La ONU no puede esperar a ver si sucumbe a la enfermedad, como sucedió en su día con la Sociedad de Naciones, vaciada de su sustancia antes de ser abandonada. Debe tomar la iniciativa y emprender sin demora un proceso de reforma, en particular sobre la restricción, que se está estudiando, del derecho de veto. También debe esforzarse por mejorar la transparencia de los debates en el Consejo de Seguridad, difundiéndolos mundial y sistemáticamente. Otra tarea indispensable es la incorporación de miembros semipermanentes para reflejar mejor el equilibrio de las potencias del siglo XXI y garantizar una mejor representatividad de la India, África y América Latina, sin necesidad de celebrar un nuevo tratado, perspectiva que hoy en día es utópica. Y si, en un escenario ayer imposible, hoy solo improbable, Estados Unidos rechazara a las Naciones Unidas, entonces sería Ginebra la que llevaría el espíritu de paz y propuestas para el mundo, a fin de ofrecer un nuevo hogar a la conciencia universal.
Frente a la proliferación, la Agencia Internacional de la Energía Atómica debe volver a ser la punta de lanza de una política de no proliferación multilateral y creíble. Pero sin duda habrá que crear otras agencias para supervisar nuevas proliferaciones, en el ámbito de los sistemas de armamento letal automatizado, es decir, el rostro militar de la IA. Será indispensable un tratado equivalente al Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares de 1968. Del mismo modo, un nuevo tratado del espacio debe recordar y hacer aplicables los principios de no militarización y no apropiación del espacio exoatmosférico.
La reforma de la ONU debe ir acompañada de una revisión de las instituciones de Bretton Woods y de la OMC, los tres pilares del orden económico, financiero y comercial mundial. Para recuperar su credibilidad, el FMI deberá reequilibrarse mediante una redistribución de las cuotas en beneficio de China, la India y África, con el fin de lograr una geopolítica del desarrollo más justa. Su mandato debería ampliarse a la estabilidad y la seguridad del comercio financiero mundial, para ofrecer una alternativa creíble y justa a la hegemonía del dólar.
Por su parte, el Banco Mundial podría convertirse en el lugar de una verdadera cooperación entre los bancos de desarrollo, chino, africano y europeo, para construir proyectos comunes, sostenibles y compartidos. Su mandato podría ampliarse a la supervisión del comercio mundial de materias primas estratégicas, para garantizar una mayor transparencia, seguridad y equidad, especialmente en el caso del cobre y el níquel.
Este mundo no hay que inventarlo de la nada. Está ahí, en barbecho. Espera que nos atrevamos a pensar, decidir y construir. No soñando con la unidad donde reina la diversidad, sino asumiendo la complejidad, tejiendo compromisos, aceptando las imperfecciones. Esta es la ambición de la política en el siglo XXI: no dominar, sino conectar. No encarnar la fuerza, sino hacer realidad la promesa. Esta lucha también se libra en el terreno del comercio. Ante el dumping tecnológico, la competencia subvencionada y la extraterritorialidad de las sanciones, la Unión Europea ha tenido que reaccionar: ha impuesto derechos compensatorios a los vehículos eléctricos chinos, está aplicando un mecanismo de ajuste de carbono en las fronteras y aboga por una economía más resistente. Se trata de la búsqueda de una autonomía estratégica abierta, entre la cooperación regulada y la protección selectiva. Pero esta línea divisoria es estrecha: no ceder al antiliberalismo, pero sin caer en la ingenuidad comercial. El libre comercio sin reglas es un espejismo; el cierre brutal, una trampa. Entre ambos extremos, hay un camino de resistencia: el del comercio justo, el respeto mutuo, un multilateralismo renovado.
Por último, Europa debe ofrecer una alternativa de equilibrio, la prueba para los grandes conjuntos políticos de que existe otro camino que no sea el del hierro y la sangre para mantener la unidad, la prosperidad y la seguridad. Esto no se hará ni con miedo ni con odio, sino con una fidelidad activa a lo que hemos sido, esta idea europea de libertad reflexiva, progreso compartido y dignidad universal.
Esta es la ambición de lo político en el siglo XXI: no dominar, sino conectar. No encarnar la fuerza, sino hacer realidad la promesa.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Pero esto no se puede hacer solo. Ni a escala de un individuo, ni a escala de un solo país, por muy rico que sea en ambición y memoria. Esto supone pensar a escala continental. Asumir la vocación internacional y abierta de este campo del justo equilibrio. Solo puede tener éxito tejiendo vínculos en un mundo fracturado, donde las tristes pasiones amenazan con cubrirlo todo. Solo puede esperar resistir apoyándose, en todas partes, en las brasas aún vivas de la democracia: en la esperanza popular en la India, en el deseo de libertad en China, en el ansia de desarrollo en África, en el miedo persistente al fascismo oligárquico que acecha en Estados Unidos. En todas partes existen fuerzas, a menudo sofocadas, a menudo invisibles, pero muy reales. Es a ellas a las que hay que tender la mano.
Un salto confederal asumido debe renovar la libre asociación de los Estados, asumiendo plenamente un principio de subsidiariedad fuerte: hacer que las instituciones de la Unión hagan todo lo que los Estados por separado no son capaces de lograr, pero nada de lo que estos pueden hacer solos. Este es el principio fundador de la libertad europea, la que defendieron los cantones suizos contra otras potencias en el pasado, la que las ciudades italianas opusieron a los emperadores. Este salto puede articularse en torno a cuatro aspectos esenciales.
Primer aspecto: un instrumento de dirección para una ampliación controlada, acompañada y desvinculada de la extensión automática de la OTAN. Hay que darse tiempo para una convergencia económica, política y social a largo plazo, crear etapas progresivas y dispositivos de ayuda diversificados. Hay que evitar precipitaciones y bloqueos, y en particular renunciar a la regla de la unanimidad para la apertura de los diferentes expedientes de adhesión, que prolonga los melodramas hasta el infinito. Una reforma de este tipo no requeriría una revisión de los tratados.
Segundo aspecto: una consolidación social. Europa no es solo un mercado, más o menos abierto o protegido. Es una comunidad de vida que permite un nivel de protección de los derechos individuales, medioambientales y sociales de sus cientos de millones de habitantes sin parangón en el mundo, a la vez que es un territorio de competitividad, innovación y excelencia tecnológica. Es mediante la mejora continua de este nivel de protección y de solidaridad entre los territorios como podremos hacer que el modelo se extienda a escala mundial.
Tercer aspecto: la competitividad económica y el crecimiento. Debemos acelerar la innovación tecnológica y coordinar la financiación y las regulaciones nacionales, al tiempo que desarrollamos instrumentos de financiación potentes en favor de la innovación disruptiva en la línea de los experimentos llevados a cabo por la Iniciativa Conjunta para una DARPA Europea (JEDI). Impulsar un mayor crecimiento europeo también pasa hoy por dar un salto hacia una Unión de Mercados de Capitales que movilice eficazmente el ahorro de los europeos al servicio de su propia economía. A falta de rendimientos suficientes, cada año se envían 500.000 millones de euros a Estados Unidos. Por último, esto implica flexibilizar las normas de competencia para favorecer el surgimiento de gigantes europeos en los sectores industriales clave para nuestra independencia económica.
Cuarto aspecto: la consolidación política de la democracia. La adhesión a la democracia es una condición para entrar en la Unión, pero en un momento en el que algunos países podrían verse tentados a cruzar la línea roja, conviene reflexionar sobre el refuerzo de las libertades individuales. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea podría evolucionar hacia una función de garante en última instancia, una especie de tribunal supremo europeo restringido al que un ciudadano podría recurrir, en caso de litigio con su propio Estado, por una violación de los compromisos asumidos en el marco de los tratados europeos. El Estado de derecho debe seguir siendo la brújula común. No como una condición tecnocrática, sino como una exigencia democrática. Porque sin justicia independiente, sin prensa libre, sin respeto a las minorías, Europa no sería más que un nombre.
En todas partes existen fuerzas, a menudo sofocadas, a menudo invisibles, pero muy reales. A ellas hay que tender la mano.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Enderezar la República
He intentado demostrarlo: el Estado-nación democrático y liberal se enfrenta a un desafío existencial, a una confrontación entre el abandono y la fidelidad a sus principios. La historia no ha terminado, nos interpela. No exige nostalgia ni huida hacia adelante, sino un sobresalto lúcido y valiente. Dos bandos se enfrentan ahora para diseñar el futuro de nuestras democracias.
El primer bando, el de la contrarrevolución, quiere abolir el legado de la Ilustración, restaurar el orden mediante el miedo e imponer la sumisión, exaltando el mito de una pureza original. Es un bando reaccionario, aunque heterogéneo, que mezcla el ultraconservadurismo religioso, el populismo identitario y el tecnoliberalismo. Rechaza la libertad en nombre de una identidad fija y rechaza la diversidad en favor de una verdad única. Es peligroso porque es obstinado. Apela a los instintos, halaga los enfados, promete un orden basado en la dominación. Y es internacional: el islamismo, el neozarismo ruso y el neoconservadurismo estadounidense desconfían de la libertad moderna.
El segundo bando, el de los hijos de la Revolución, está hoy dividido. Por un lado, están los que quieren prolongar el impulso revolucionario, y por otro, los que quieren consolidar los logros y preservar así el centro de las derivas autoritarias. El reto es doble: mantener la unidad entre estas dos corrientes, única oportunidad de triunfar en democracias donde avanza el antiliberalismo; y hacer surgir una lectura moderada, capaz de ejercer el poder sin traicionar sus principios. No hay que equivocarse de adversario ni de objetivo. No es momento de repetir los dramas de la historia, ni de hacer borrón y cuenta nueva creyendo que basta con señalar a los culpables para aliviar las heridas.
El bando del progreso busca una nueva sabiduría. No quiere una revolución total ni una vuelta al antiguo orden. Aspira a una modernidad consciente de sus límites, atenta al agotamiento de los recursos, a la vulnerabilidad de las sociedades, a la fragilidad de los individuos. Quiere construir un humanismo ecológico, una economía de los comunes, para hacer nacer una república de los vivos.
Ya no se trata de conquistar el mundo o de acelerar sin fin, sino de aprender a habitarlo. Ya no se trata de extender la soberanía, sino de arraigarla en lo real. Porque lo que debemos preservar hoy no son solo las instituciones, sino las formas de convivir. Este campo, el nuestro, aún no ha encontrado sus palabras, ni sus voces, ni su forma política. Pero ha empezado a buscar.
Frente a los imperios sin fronteras, debemos refundar una República de las Luces. Una República que asuma los límites del poder humano, que sepa decir no a la explotación sin fin, a la mercantilización de lo íntimo, a una tecnocracia desvinculada de toda ética. Pero también una República capaz de decir sí a la transmisión, a la diversidad, a una cierta lentitud del mundo y a su belleza.
La historia no ha terminado, nos pone en alerta. No reclama nostalgia ni huida hacia adelante, sino un sobresalto lúcido y valiente.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Ante las desviaciones de la invocación del pueblo y el aumento de las reivindicaciones identitarias, hay que rearmar la democracia. No por la fuerza, sino por la confianza recuperada. Hay que devolverle sentido al sufragio, coherencia al debate, claridad a la acción pública. Hay que rehabilitar los cuerpos intermedios, valorar las pertenencias elegidas, reforzar las solidaridades concretas. Reconciliar a la nación consigo misma, sin ceder a la exclusión ni al resentimiento. La verdad a veces es difícil de escuchar, pero es necesaria: el Estado-nación democrático y liberal no sucumbe solo a los ataques externos. Se ha debilitado desde dentro. Detrás de las apariencias de la democracia de masas, la voluntad política ha derivado hacia una lógica de oferta, comunicación y gestión.
La democracia liberal bajó la guardia creyendo que triunfaba. El consumismo democrático alimentó la ilusión: el ciudadano convertido en cliente creyó elegir donde solo seleccionaba. El mediatismo ha confiado la formación de la opinión a esferas que ya no responden a los ciudadanos, sino a la lógica mercantil. El elitismo tecnocrático ha minado la soberanía popular, reducida a una formalidad electoral entre dos decisiones ya tomadas.
El Estado-nación quería ser moderno; se ha vuelto gerencial. Ha cambiado la autoridad por la eficiencia, el sentido por la gestión, el servicio público por una lógica de optimización. En Francia, el macronismo encarna esta metamorfosis. Pero esta tendencia es europea. Detrás del discurso del equilibrio, el «al mismo tiempo» ha ocultado a menudo la falta de rumbo. Detrás de un discurso presidencial omnipresente, se ha impuesto un poder personal, charlatán, ambiguo, demasiado centrado en sí mismo para ser democrático, demasiado inasible para ser republicano. La verticalidad del poder ha traicionado la promesa horizontal del candidato.
Con el colapso de los grandes sistemas bipolares de los Treinta Gloriosos, la recomposición del panorama político ha producido un poder sin raíces, sin contrapoderes sólidos, donde la acción se reduce a un ejercicio de supervivencia y comunicación. El último síntoma hasta la fecha es que el SPD, el partido más antiguo de Europa continental, solo consiguió el 16 % de los votos en las elecciones alemanas de 2025. En Gran Bretaña, en 2024, los tories, un partido aún más antiguo, cayeron a 121 escaños, su resultado más bajo de la historia. El poder se ha alejado de las clases populares, se ha confundido con los intereses de las clases medias-altas y ha alimentado un profundo resentimiento social, encarnado en Francia por los chalecos amarillos, la ira de la juventud y las revueltas de los suburbios.
Pero lo más grave está en otra parte, en la transformación de la idea de nación. Ya no es la idea republicana, inclusiva, basada en la voluntad común, la que estructura el debate público. Es una idea empobrecida, cerrada en sí misma, la que nos amenaza: el identitarismo. Bajo el pretexto de la República, resucita los viejos reflejos de la Contrarrevolución: clasificar, excluir, designar un enemigo interno. La tentación está ahí: perseguir al extranjero en el ciudadano, hacer del derecho del suelo una amenaza, de la doble nacionalidad una traición. Ya no construye la Nación en torno a principios, sino en torno a fantasías étnicas. Esto no es nuevo. Francia ya ha vivido momentos de inflexión: el caso Dreyfus en 1894, Vichy en 1940, la OAS en 1962. Siempre la misma tentación: hacer retroceder a la República en nombre de un pueblo mitificado y homogéneo. Siempre las mismas figuras, las mismas invectivas.
Hoy en día, en Francia, como en la mayoría de las democracias europeas, tres grandes temores estructuran el debate público: el miedo al terrorismo, el miedo al islam y el miedo a la inmigración. En este entorno saturado de sucesos sensacionalistas que se erigen en símbolos, en reveladores de la civilización, los hechos en sí importan menos que su instrumentalización. Ya no se busca comprender, se busca señalar. A cada crisis, un chivo expiatorio. A cada drama, un paso más hacia lo irreversible. Resultado: la extrema derecha penetra en los centros de poder, en los Países Bajos, en Italia, o se acerca peligrosamente a ellos con la AfD en Alemania, con el FPÖ en Austria. ¿Qué valor tiene la indignación individual frente a esta marea creciente? En este contexto prospera la mentira del Estado que, en lugar de reconocer sus fragilidades, las enmascara con discursos de seguridad y posturas encantadoras. Se convierte en un Estado maltratador, que gobierna a través del miedo y el desgaste cívico.
Rejuvenecer la República, en el caso de Francia, no consiste en repintar la fachada. Se trata de devolver a la democracia la capacidad de actuar para retomar un doble imperativo: el orden y la justicia. Estos dos pilares son inseparables. El orden sin justicia conduce a la tiranía. La justicia sin orden conduce a la anarquía.
El Estado-nación pretendía ser moderno; se ha convertido en gerencial.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
El orden no es autoritarismo. Es el respeto a las normas, la eficacia de las instituciones, la legitimidad recuperada de la acción pública. Un Estado que cumple sus compromisos protege sin brutalizar, conoce su territorio y sus habitantes, incluidos los que se encuentran en situación irregular, porque no se gobierna en la ignorancia. El orden es una cadena penal coherente, una justicia respetada, una policía y una magistratura que cooperan en lugar de acusarse demasiado a menudo. La justicia comienza por el reconocimiento del mérito, el esfuerzo y la realidad social de cada uno. Supone una fiscalidad justa y legible, lo que implica una reforma en profundidad y no solo ajustes técnicos. También supone un Estado social moderno que acompañe sin uniformizar hacia el empleo, la formación y la dignidad. La República no debe ser un distribuidor ciego, sino una promesa política encarnada, adaptada a cada uno.
Para ello, hay que volver a lo fundamental, la tarea de los elegidos es clara, gobernar y reformar. Gobernar significa comprender el aparato estatal, respetar a sus agentes, sus ritmos y valorar las competencias que conlleva. Significa devolver a los concursos su papel central, rehabilitar las vocaciones republicanas. Significa garantizar a todos el acceso efectivo a la ley y a la información. En la era de los datos, gobernar significa saber lo que se mide y lo que se decide ignorar. Gobernar también significa tratar la cuestión de la inmigración en profundidad, sin sombras, construir un marco europeo creíble, la única escala válida hoy en día. Relanzar políticas de integración ambiciosas y, a través de la diplomacia, negociar con los países de origen condiciones claras para el retorno de las personas afectadas por la obligación de abandonar el territorio francés.
Reformar no es imponer. No es romper. Es reunir, dialogar, establecer marcos, fijar objetivos, dar sentido. Hay que salir de la caricatura neoliberal de la reforma, sinónimo de desmantelamiento. Hay que dejar de hablar de legislación y de acumular normas. Hay que recuperar el tiempo de la deliberación democrática. En Francia, la reforma de las pensiones fracasó políticamente porque se impuso en contra de los sindicatos, en contra del mundo laboral, en contra del pueblo. Ha cristalizado la división entre quienes deciden y quienes sufren las consecuencias de las decisiones. No se podrá construir nada duradero sobre esta fractura si no se da un paso al costado para reanudar, dando las garantías necesarias, un diálogo de buena fe basado en la justicia.
La historia me ha enseñado que el valor en la democracia no consiste en imponer su opinión frente a la de todos los demás, sino en reconocer cuando uno se ha equivocado y corregir. No es con arrogancia, sino con humildad como se rejuvenece la República. No es cambiando el vocabulario, sino restableciendo su función primordial: transformar la realidad mediante el diálogo, las normas libremente aceptadas y el compromiso común. Rejuvenecer la República es devolver a la democracia la fuerza de su promesa.
El reto es articular las tres soberanías heredadas de la era de las revoluciones que, juntas, fundamentan la libertad política de los pueblos europeos: la soberanía nacional, la soberanía popular y la soberanía individual. Es este trípode el que debemos restaurar.
La soberanía nacional se expresa en primer lugar a través de la palabra de nuestros países en el mundo, porque es su identidad, su singularidad y su mensaje. Francia ha perdido en gran medida esta voz en las dos últimas décadas. Sus dirigentes hablan de manera tan confusa, efímera, contradictoria, a veces incluso perezosa, que ya no traspasan el muro del sonido. Muy pocos nos escuchan todavía recitar, entre nosotros, nuestras amarguras y nuestras antiguas grandezas, cansados de vernos desplegar una diplomacia de costumbre, puntuada de vez en cuando por golpes de barbilla. ¿Cuáles son los compromisos claros y seguidos? ¿En el Sahel? ¿En Medio Oriente ? ¿En Ucrania? Solo la diplomacia climática, desde los Acuerdos de París, ha sabido mantener una línea constante y emprendedora.
En Francia, la reforma de las pensiones ha fracasado políticamente porque se ha impuesto en contra de los sindicatos, en contra del mundo laboral, en contra del pueblo.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Francia solo recuperará su lugar cuando asuma su vocación: ser una potencia de equilibrio e iniciativa en todos los foros multilaterales, así como en todas las zonas de crisis del mundo, en torno a tres principios. En primer lugar, una diplomacia colectiva. Francia debe recuperar puntos de apoyo sólidos para reconstruir mayorías duraderas. En segundo lugar, una diplomacia de iniciativa. No se trata de retirarnos para concentrar nuestras fuerzas, sino, por el contrario, de presentar en todas partes nuestras propuestas basadas en los principios de la solidaridad de los pueblos, la soberanía de los Estados-nación y la responsabilidad mundial. Una idea rechazada hoy puede convertirse en un triunfo mañana. En tercer lugar, una diplomacia pacífica. La guerra debe ser un último recurso y no una herramienta de influencia. No se puede ser un creador de paz creíble cuando se quiere recurrir a ella constantemente.
La soberanía nacional, como expresión de nuestra libertad en el mundo, también pasa por una política cultural ambiciosa, generosa y popular. Una política que escape tanto al elitismo estrecho como al consumo masivo de las industrias culturales, que en el futuro estarán cada vez más automatizadas. Francia es también eso: el factor humano.
La segunda de nuestras soberanías esenciales, la soberanía popular, supone una democracia real, en la que los ciudadanos no se vean reducidos a un papel secundario, sino que recuperan los medios para actuar. Esto requiere instituciones comprensibles, procedimientos de deliberación y participación modernizados, una descentralización viva que devuelva la carne a la ciudadanía de proximidad, a escala de municipios, departamentos y regiones. Esto también implica volver a centrar la cuestión de la representación: devolverle su lugar al Parlamento, revitalizar los partidos políticos, rearmar los sindicatos, recrear lugares de compromiso colectivo.
La soberanía popular no puede conformarse con una votación cada cinco años. Exige contrapoderes efectivos, información pluralista, derechos garantizados y un espacio público protegido. Se basa en una visión del ciudadano no como un consumidor de opinión, sino como un sujeto de derechos y deberes. No puede desarrollarse en una democracia reducida a opciones de catálogo. Necesita una República de ciudadanos.
Por último, la tercera soberanía, la soberanía individual, es la base moral de todo el edificio. No se confunde con el individualismo. Es el derecho de cada uno a ser reconocido en su dignidad, a disponer de sí mismo y a participar en la vida común. Supone libertades efectivas de expresión, conciencia y asociación. Pero también la posibilidad de una vida digna a través de la educación, la salud, el empleo y la cultura.
Y esta soberanía hoy en día no puede concebirse sin una exigencia ecológica democrática. Solo preservaremos nuestra libertad si respetamos las condiciones naturales de esta libertad. El agotamiento de la vida, el cambio climático y el colapso del equilibrio planetario amenazan directamente la autonomía humana. Esta libertad individual es frágil, pero también la más fundamental. Da sentido a las otras dos. Sin ella, la soberanía nacional se convierte en dominación; sin ella, la soberanía popular puede convertirse en tiranía. Es la garantía última, el corazón moral del pacto democrático.
La soberanía de la persona se basa en la autonomía de la Ilustración: la del individuo capaz de razonar, juzgar y discernir. Se desarrolla en una cultura humanista que no sacraliza al individuo-rey, sino que sitúa la dignidad humana en la cima del edificio republicano. Una dignidad que no es ni dada ni abstracta, sino conquistada y garantizada por las instituciones.
Hoy en día, esta soberanía debe renovarse. En la era de la inteligencia artificial, el big data y las plataformas globales, es necesario inventar una nueva generación de derechos: los derechos cognitivos. Son derechos que ya no protegen solo nuestros cuerpos o nuestros bienes, sino nuestro espíritu, nuestra capacidad de juicio, nuestro libre albedrío. Esto comienza con la cuestión de los datos personales. Ya no se trata simplemente de garantizar su confidencialidad. Hay que redefinir su estatus: ¿son bienes privados? ¿Bienes comunes? ¿Extensiones de la persona humana? Su captura, circulación y reventa ya no pueden realizarse de forma opaca y asimétrica. Se hace indispensable una contractualización explícita, universal y claramente oponible de su uso. Europa debe sentar las bases de una nueva soberanía digital, reconociendo a todos los ciudadanos el derecho a no ser asignados a una burbuja algorítmica, pero también un verdadero derecho al olvido para que la huella digital nunca se convierta en una identidad digital. Esto también implica repensar la propiedad intelectual en esta nueva era. No para frenar la innovación, sino para garantizar su distribución equitativa. Hay que trazar una frontera clara entre la invención, que merece protección, y la apropiación indebida del conocimiento o de las creaciones colectivas.
Solo preservaremos nuestra libertad si respetamos las condiciones naturales de esta libertad. El agotamiento de la vida, el cambio climático y el colapso del equilibrio planetario amenazan directamente la autonomía humana.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Pero más allá de estos aspectos técnicos, se trata de reformular el lugar del derecho en nuestras sociedades. No como un instrumento de control o estigmatización, sino como garante de la responsabilidad compartida. Ser sujeto de derecho es ser responsable de sus actos, pero también tener derecho a pedir cuentas al Estado, a las empresas, a los algoritmos.
Por último, debemos defender la racionalidad misma. En la era de las «verdades alternativas», de la manipulación masiva y de la saturación informativa, la libertad de pensamiento está amenazada no por la censura directa, sino por la interferencia permanente. Hay que devolver a la educación su misión principal: no dictar lo que hay que pensar, sino aprender a pensar por uno mismo. La escuela debe volver a ser la institución central de la soberanía individual.
La libertad de expresión no puede ser absoluta si destruye las condiciones de la convivencia. Debe protegerse, pero enmarcarse en el respeto a la verdad, a la dignidad humana y la cohesión social. No es un contrasentido, sino una exigencia republicana. Es decir, esta libertad debe detenerse en las redes sociales donde comienza la voluntad deliberada de desinformar y envenenar nuestra democracia. No puede servir de pantalla para destruir el debate democrático.
La dignidad de la persona también es material. Supone que cada uno tenga acceso a un mínimo vital: una vivienda digna, un empleo estable, una salud protegida. La libertad real solo puede existir si se garantizan las necesidades fundamentales. De lo contrario, sigue siendo una fórmula vacía. Esta dignidad también se basa en el reconocimiento del mérito, el esfuerzo y el compromiso personal. No para establecer una jerarquía entre los seres, sino para ofrecer un lugar a cada uno. No una sociedad de excelencia en la que se desprecia a los perdedores, sino una sociedad justa en la que nadie es inútil. La República no es uniformidad. Es una promesa de que todos puedan mantenerse en pie, sin renegar de lo que son.
Por eso debemos articular estas tres soberanías en un proyecto coherente. Una nación soberana en un Europa cosoberana, al servicio de un pueblo libre y de individuos protegidos. Una República que reconoce sus deudas, cumple sus promesas y prepara el futuro con lucidez.
Ha llegado el momento de un nuevo acto republicano que no sea simplemente defensivo, sino refundador. Un acto que responda a la crisis de la modernidad con una fidelidad activa a su ideal: emancipar a la humanidad, asumiendo sus límites. Si nada está perdido, nada será regalado. Esta lucha no es la de un bando político, es la de una civilización. Es hora de llevarlo a cabo. Las tres soberanías no son bloques inmóviles, sino dinámicas vivas. Se equilibran, se corrigen y se contienen mutuamente. La soberanía nacional sin soberanía popular se convierte en imperial. La soberanía popular sin la del ser humano se desliza hacia el autoritarismo. Y la soberanía de la persona, sin apoyo colectivo, se vuelve impotente.
En un mundo entregado a la hipercracia, a los imperios, a la confusión, el deber de la República es restaurar este equilibrio, mantenerse firme en sus principios, refundar su acción. Y seguir creyendo que la libertad no es un lujo, sino una necesidad vital. Que la justicia no es una debilidad, sino una fuerza. Y que el orden republicano no es una nostalgia, sino un futuro.
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No estamos viviendo un simple periodo de turbulencias. Estamos atravesando un cambio de era. El mundo tal y como lo conocíamos se desmorona ante nuestros ojos. El planeta se agota, las sociedades se crispan, las democracias dudan de sí mismas. Un modelo de civilización basado en lo ilimitado, en la conquista de la naturaleza, en el crecimiento perpetuo y en una confianza ciega en la tecnología, se encuentra en un callejón sin salida. Las señales están ahí, masivas, indiscutibles: desregulación climática, colapso de la vida, regreso de los conflictos armados, aumento de los regímenes autoritarios, fatiga democrática, sentimiento difuso de despojo, impotencia, soledad. Frente a esto, el silencio sería complicidad. La espera sería deserción. Necesitamos encontrar un rumbo y retomar la iniciativa. Pero ya no se trata de prolongar las trayectorias antiguas, de remendar las promesas rotas. Se trata de inventar algo diferente. Un nuevo equilibrio. Una nueva fuerza. Una renovada fidelidad a lo que hemos sido y un valor tranquilo para lo que debemos llegar a ser. No se trata de un programa de reformas técnicas. Es una refundación política y moral. No mediante la ruptura brusca, sino mediante el enraizamiento, mediante la elevación de la ambición común.
Todo comienza con un reconocimiento: el de nuestros límites. Porque, como he querido mostrar, la escasez planetaria es la fuente subterránea de todos los actuales desvaríos políticos. Su consideración solidaria, racional y colectiva debe convertirse en la base del renacimiento democrático. La exigencia ecológica ya no puede ser una política sectorial entre otras, sino una base de principios sobre la que reconstruir de forma más sólida y sostenible. Debemos salir de la ilusión de un mundo sin límites, de una humanidad todopoderosa. Debemos inscribir en nuestro derecho, en nuestra política, en nuestra economía, el principio de finitud. Esto requiere una revisión de nuestra relación con la Tierra. No es un stock, es una condición de nuestra libertad. Debemos hacer de la neutralidad de carbono en 2050 un objetivo constitucional, vinculante y oponible. Debemos reconocer legalmente los ecosistemas y proteger el ciclo del agua, los suelos fértiles y los bosques primarios. Debemos poner fin a la explotación indiscriminada de los recursos y retomar el control de los sectores estratégicos: energía, agua, tecnología digital, transporte y alimentación. Se trata de garantizar a las autoridades públicas los instrumentos para la transición. No se trata de prohibir, sino de planificar. Por ejemplo, debemos aumentar los espacios protegidos que permitan el renacimiento de la biodiversidad y superar el compromiso diplomático del 17 % de las tierras protegiendo el equivalente al 25 % del territorio. Hay que relocalizar lo que es vital. Hay que desinvertir en lo que es tóxico. Hay que simplificar. La política debe volver a ser una fuerza orientadora. Y en un mundo fragmentado e inestable, el papel de Francia y Europa es ser una fuerza de propuestas, como arquitectos de los bienes comunes mundiales, portadores de una diplomacia climática activa, capaces de ofrecer alternativas a la brutalidad imperial.
Todo comienza con un reconocimiento: el de nuestros límites. Porque la escasez planetaria es la fuente subterránea de todos los actuales desvaríos políticos.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Todo esto conduce a una toma de conciencia: podemos decir “no”. Porque esta transición no será suficiente si la democracia continúa erosionándose en la charlatanería o en la gestión sin visión. Es necesario restablecer la soberanía popular en su plenitud. Dar más peso a la palabra ciudadana, más tiempo a la deliberación y más claridad a la decisión. El Parlamento no puede seguir siendo una cámara de registro. Debe volver a ser el corazón palpitante del debate público democrático. El gobierno no puede seguir gobernando solo, mediante órdenes o decretos. Debe aceptar la prueba del diálogo y someterse a la exigencia de coherencia. Los ciudadanos deben poder intervenir: mediante referéndum, convenio o iniciativa directa. Las colectividades territoriales deben ser liberadas de su tutela implícita, dotadas de medios, autonomía y capacidad de innovación política. En cada barrio, en cada pueblo, hay que hacer renacer el sentimiento de una ciudadanía concreta, visible y activa. Y hay que proteger a los contrapoderes: los medios de comunicación, la justicia, los sindicatos, las asociaciones. No son obstáculos, sino guardianes. Sin ellos, la democracia se convierte en una fachada. Con ellos, respira.
Pero la soberanía no se detiene en el ámbito colectivo. También debe pensarse a escala humana. ¿De qué sirve la libertad si no se vive? ¿De qué sirve la emancipación si sigue siendo inaccesible? En el mundo que viene, habrá que garantizar a cada uno los medios para vivir dignamente, pensar libremente y elegir su camino sin estar sujeto a su condición. Esto supone una fiscalidad justa, que corrija, redistribuya y valore el esfuerzo, con un acceso real a los derechos fundamentales: salud, vivienda, empleo, movilidad.
Hoy en día, en toda Europa, la falta de nuevas viviendas frena el desarrollo de la juventud, agrava la precariedad y pesa sobre los recursos de los hogares. Debe darse prioridad a la construcción de nuevas viviendas, tanto para disponer de viviendas adicionales como para sustituir las viviendas con deficiencias térmicas que aumentan nuestra huella de carbono. En Francia, esto implica un plan quinquenal que programe y acompañe la construcción efectiva de 500.000 viviendas al año. Y en un mundo gobernado por datos, algoritmos y la inteligencia artificial, habrá que afirmar nuevos derechos: la transparencia de los sistemas, el control de los datos personales y el derecho a la explicación. La soberanía digital debe prolongar la soberanía humana. Lo que debemos defender no es una tecnología, sino una conciencia ilustrada.
Por último, nada de esto se mantendrá si no sabemos reparar nuestro vínculo colectivo. La República no se sostiene solo por la ley. Se sostiene por una cierta idea de nosotros, por un tejido común que ni la técnica ni la economía son suficientes para tejer. Necesitamos recuperar una unidad que no sea uniformidad, un común que respete las diferencias sin disolverlas. El laicismo debe defenderse, no como un arma, sino como una promesa republicana. Protege todas las conciencias, garantiza la neutralidad del Estado y hace posible la coexistencia en el respeto. No hay futuro republicano sin una pluralidad asumida. Esto supone reinvertir en los lugares de intercambio y de compartir: las bibliotecas, los centros sociales, las casas de cultura, los espacios de expresión. También supone reconstruir un pacto intergeneracional: que los jóvenes tengan su lugar, que los mayores sean considerados y escuchados. Que cada uno pueda proyectarse en la sociedad y reconocerse en ella.
Porque la nación no es un reflejo. Es un proyecto. No nace de la exclusión, sino del compromiso común. No se proclama, se construye cada día. Y Francia, si quiere ser fiel a sí misma, debe volver a ser capaz de hablar alto y claro, en casa y en el mundo. Ya no puede contentarse con ser una potencia que gestiona. Debe volver a ser una potencia que eleva, protege y une.
La nación no es un reflejo. Es un proyecto. Será el de la República de los vivos. Una República de límites, de justicia, de dignidad.
DOMINIQUE DE VILLEPIN
Lo que proponemos aquí no es un ideal inalcanzable. Es un horizonte de responsabilidad. Es un llamado a reencontrarnos con lo que tenemos de más valioso: nuestra capacidad de decir «nosotros», de decidir juntos, de hacer un trabajo común. El siglo XXI no será el de los imperios, si quiere seguir siendo humano. Será el de la República de los vivos. Una República de límites, de justicia, de dignidad.
En este mundo agitado, atravesado por miedos y fracturas, por renuncias y a veces incluso por renegaciones, no bastará con decir no. También hay que tener el valor de decir sí a lo que nos une y nos eleva. Sí a una República restaurada, donde se recupere la libertad, se garantice la igualdad y se experimente la fraternidad. Sí, a una democracia rejuvenecida, donde el pueblo recupera su lugar como soberano y no como siervo. Sí, a una Europa finalmente poderosa, que asegura la paz en el continente y contribuye al equilibrio del mundo. Sí, a un mundo más respirable, más humano, más justo, donde retrocede la barbarie y avanza la Ilustración.
Franceses, europeos, juntos llevamos la memoria de las rupturas, de los imperios, de las dominaciones, de las barbaries inauditas del siglo XX. Pero de estas ruinas nació una idea de derecho, de paz, de cooperación. Un deseo de construir un espacio común donde la fuerza no imponga la ley, donde la arbitrariedad no imponga la justicia. Nos corresponde hacer que este legado siga vivo hoy en día, impulsado por las exigencias de las generaciones futuras y el ejemplo de las que nos precedieron. Este legado no nos encierra. Nos confiere una responsabilidad especial, la de mantener sin temblar el frágil hilo de una humanidad viva, de una conciencia universal.